Se hace una revisión del concepto de salud integral, que engloba no sólo el bienestar físico sino también el emocional, y sus mutuas relaciones.

Resumen

Se hace una revisión del concepto de salud integral, que engloba no sólo el bienestar físico sino también el emocional, y sus mutuas relaciones. Hay suficientes elementos de valoración como para afirmar que esto que llamamos sociedad del bienestar es una forma eufemística de referir la realidad de una sociedad que en el fondo está enferma, y que solo puede generar seres humanos enfermos. El objetivo de la vida es la búsqueda de un estado de bienestar. ¿Qué es el bienestar? ¿Qué es lo que nos hace estar bien? Las emociones derivadas compartidas del encuentro con la magia y el simbolismo del agua a través de un río vivido desde dentro, peregrinando con él en su fluir, es un mundo que genera un estado de bienestar muy especial, un reencuentro con el anima mundi del medio natural que actúa como antídoto frente a las contracciones y agresiones derivadas del modelo de sociedad y de vida que hemos construido en nombre del ”progreso”. Sus efectos benefactores son tan sorprendentes que podemos hablar sin temor a exagerar en términos de una auténtica fluvioterapia.


I.-Introducción

No sé siquiera si existe el término “fluvioterapia”, o es una invención mía. Sí que existe, porque circula ya, el de fluviofelicidad, una expresión que he acuñado hace unos años, que se refiere a la sensación de profundo bienestar integral, de cuerpo y alma, que según mi experiencia personal se llega a alcanzar cuando tenemos la oportunidad de vivir los ríos desde dentro, descendiéndolos sobre una piragua al ritmo de sus aguas camino del mar, sintiendo todo lo que su fluir significa; contemplando la vida que generan a su paso, y el profundo mensaje de libertad que todo lo envuelve. Es una sensación positiva que tiene mucho que ver con la salud integral de las personas; por eso me atrevo a expresarme hoy en términos de auténtica fluvioterapia. El objetivo de la presente ponencia es darle contenido al término y explicar su porqué.

Nunca pensé verme en esta circunstancia, exponiendo una ponencia en un Congreso de Medicina. Bien es verdad que en esta ocasión se trata de un foro sobre una rama de la medicina relacionada con el agua, y el agua es mi tema profesional, aunque desde otra perspectiva. En todo caso, mi presencia aquí se la debo al Dr. Pablo Saz, que fue quien -desde su mente abierta a la dimensión compleja del concepto de la salud y del bienestar humanos, en la que lo metafísico juega un papel consustancial-, propuso que un profesor de hidrogeología de una Facultad de Ciencias estuviera hoy aquí, entre médicos y especialistas en temas de salud.

Los científicos estamos tan acostumbrados a parcelar el análisis de las cosas a tales niveles, que en muchos campos hemos llegado a perder la visión de conjunto. Hay multitud de saberes y disciplinas en las que hoy en día resulta más difícil encontrar un generalista que un especialista. Con frecuencia, el detalle y la especialización nos dan más oscuridad que claridad, por aquello de que las ramas nos llegan a impedir la visión del bosque.

Hoy la ciencia nos ha permitido saber muchas cosas de la materia, de su estructura más íntima, de sus propiedades y de las aplicaciones de las tecnologías derivadas de esas propiedades. Hemos ido a la Luna y enviado ingenios a pasearse y por los espacios interplanetarios del sistema solar, desde donde nos envían datos con los que construimos grandes conjeturas de eventos que ocurrieron hace cinco mil millones de año; hemos sido capaces de desenmarañar la grandeza y la dimensión infinita del Cosmos, y buscar una explicación a lo que ocurrió hace quince mil millones de años, antes incluso de que existiera la materia. Hemos,… pero nos hemos ido olvidando de lo fundamental: del arte de vivir nuestra singular, breve e irrepetible aventura: la vida; que al fin y al cabo es lo realmente importante. ¿Qué sentido tiene el saber si no es aplicado en esa dirección?

Es preceptivo en el primer día de curso de cada año académico universitario y en cada asignatura presentar a los alumnos los contenidos del programa, y hablarles después de los objetivos y del porqué de las enseñanzas que van a recibir. Hace años que en ese momento les suelo decir:

“El objetivo de todo lo que yo pueda enseñarles a Vds., es el objetivo y la razón misma de la vida, que no es otra cosa que la respuesta al instinto ser feliz, de estar bien. Ese bienestar, entendido como un estado de salud integral, es la principal ecuación que cada uno de Vds. tiene que tratar de resolver a lo largo de todos los momentos de su existencia, haciendo frente a una realidad profunda, callada, pero que subyace en todo, que es la realidad de la muerte, el misterio del volver a la nada, o bien de pasar a nuevas y desconocidas formas inmateriales de existencia. Paradójicamente, a lo largo de todo el paso por la universidad nadie enseña a Vds nada acerca del arte del estar bien; no hay disciplina que se ocupe de tan importante materia, que debería ser obligatoria en todas las carreras. Ocurre lo mismo con los gobiernos, que tampoco se preocupan de enseñar nada al respecto a los ciudadanos, tal vez porque aceptamos que se trata de una cuestión muy personal, que cada cual debe de resolver como sepa o como pueda, porque en cierta manera todos somos seres especiales e irrepetibles. Sin embargo, en lo esencial es evidente que todos nos movemos por los mismos impulsos, de forma que las mismas cosas nos entristecen, nos hacen reír o llorar, sentirnos bien o mal, vivir en la positividad o caer en la depresión anímica o en la soledad.

En ese sentido, suelo decir a mis alumnos que no es más feliz el rector de universidad que cualquiera de sus bedeles, ni su profesión menos digna; la dignidad la da la actitud de la personas ante su trabajo y ante relación de respeto con los demás. No es más feliz un arquitecto que un albañil. El bienestar es una cosa mucho más profunda que el estatus social o económico de cada cual. Superado un determinado umbral de necesidades materiales, el bienestar integral no depende de tener más o menos cosas, más o menos elementos de confort, ni de ser dueño de más o menos pertenencias.

Eso que llamamos el confort, como algo que nos proporciona bienestar, carece de límite de satisfacción posible mientras el mercado siga haciéndonos ofertas de nuevos abalorios que prometen nuevas dosis de pretendida felicidad y del bienestar buscado. Toda búsqueda del bienestar que está basado en lo material, pronto acaba convertida en insatisfacción, en nueva ansiedad.

Habida cuenta de la esencia de la propia naturaleza humana, cuando la apetencia por el confort material no está regulada por una ética de la sobriedad, por una filosofía ascética y por un sentido del valor de la pobreza, y del saber vivir desprendido de muchas cosas innecesarias, los elementos que definen el confort acaban teniendo un efecto de droga, de adicción, algo que genera un estado de insatisfacción y de ansiedad permanentes, que es precisamente la fuente de muchos de nuestros estados de insalud, de una falta de armonía con nosotros mismos, de estrés y soledad, capaces por sí mismas de acarrear, además, una cadena de disfunciones somáticas.

Progresar es avanzar en el sentido de alcanzar estado de bienestar integral, que empieza por tratar de sentirse bien consigo mismo. Quien así se siente genera positividad a su alrededor y comprende el drama de la separatividad de los demás y de la naturaleza.


II.- Individuos enfermos, en una sociedad enferma

En el modelo de desarrollo hoy en día dominante -el que consume todo nuestro tiempo y esfuerzos, al que sacrificamos todos nuestros saberes y capacidades creadoras-, apenas hay cabida para la dimensión espiritual del ser humano.

La racionalidad mental de la ciencia suele llevar a despreciar, o cuando menos a infravalorar, todo lo que no es cuantificable. La ciencia de lo material, de lo tangible, y la lógica de lo cuantificable se imponen hasta el punto de negar el campo a otras lógicas. Sin embargo, sin esas otras lógicas no puede ser explicado, por ejemplo, algo tan importante en nuestras vidas como el mundo de las emociones: el amor, la ternura, el afecto, la bondad, la fraternidad, la alegría, el estado de gracia, que no son otra cosa que la expresión de una esa sensación de bienestar interior derivado de una forma de comunión con todo, con las personas y con la naturaleza, con el pasado, con el presente y con el futuro.

Dos de las características más destacadas de los tiempos modernos son las prisas con las que se vive el día a día, y el asalto a la naturaleza. De la naturaleza necesitamos una serie de recursos, tales como sus suelos, sus mares, sus bosques, sus aguas, su aire, sus floras y sus faunas; sus combustibles y su energía; los necesitamos para subsistir, para alimentarnos y para mantener unas formas de bienestar a las que nos resultaría difícil renunciar; siendo así hemos acabado dando un valor de mercado a todo lo que en la naturaleza es susceptible de ser aprovechado, a todo lo que tiene categoría de recurso.

Por otro lado, en la medida que significa una forma de poder, todo aquello que tiene un valor de mercado es objeto del deseo de apropiación, de privatización. Lo que llamamos el desarrollo o crecimiento, está esencialmente movido por ese instinto de poder y de dominación, consustancial al alma humana.

El desarraigo de la madre naturaleza:

Al intervenir en la naturaleza para aprovecharla, olvidamos que hay un límite entre el uso y el abuso de las cosas; que todo está sutilmente ordenado a través de un mundo, apenas intuido, de interdependencias, y que hay un punto medio en el cual está la virtud. Más allá de ese punto, en el que la naturaleza no puede autorregenerarse de las disfunciones que le creamos al explotar sus recursos, entramos en la degradación, que es donde estamos.

Si hay una palabra que puede definir la situación actual en ese uso que hacemos de la naturaleza, es precisamente: degradación. Los mares, la atmósfera, el aire, el clima, la radiación solar, los paisajes naturales, el agua, los ríos, los suelos, las pesquería, los recursos no renovables, los alimentos naturales, los genes, etc., todo está sometido al impacto ostensible de nuestras actividades. El poder de la tecnología desarrollada en apenas cinco décadas, hace que nuestros impactos tengan hoy en día una intensidad y una en celeridad que no tienen comparación alguna con todo lo anterior.

La gravedad de la situación, de esa ruptura de equilibrios, no escapa a la percepción racional del mundo científico, que nos viene advirtiendo una y otra vez que este camino no lleva a ningún puerto; que esto que llamamos “progreso” no es sostenible; que nos lleva a la autodestrucción.

Con ser grave, y por supuesto insostenible, el modelo de desarrollo hoy en día dominante -que incluye esa degradación de la naturaleza y la puesta en marcha de una cadena inimaginable de disfunciones en el orden natural-, tan grave o más que esa degradación material, es la propia pérdida del sentido y significado de la naturaleza para el ser humano.

Ese culto al desarrollo económico y a la prosperidad material, degenera sutilmente en codicia, que es un desorden del alma, que en el llamado “primer mundo” ha dado lugar a unas formas de vida y a un tipo de individuo nuevos, una de cuyas diferencias con lo anterior es la desespiritualización, la des/socialización de la vida y la soledad interior, paradójicamente, en medio de un mundo lleno de ruido informativo, de espectáculo y superficialidad, cuyo objetivo es distraernos; hacer que miremos a otro lado; al lado donde no están los verdaderos problemas de la gran familia humana. Hoy en día, el paradigma dominante es el del “yo frente a los demás”, el del “yo por un lado, y el resto de todo lo creado, por otro, incluido el prójimo”.

Estamos olvidando que el ser humano es la expresión de una compleja y misteriosa relación entre dos mundos que habitan en él, el material y el espiritual. Sin un equilibrio entre ambos, es imposible estar emocionalmente bien, en empatía con uno mismo, con los demás y con la naturaleza, de la que somos parte. No se trata de una afirmación retórica, ni de un socorrido tópico, sino de una profunda realidad. El ser humano, fuera de la naturaleza no es nada; su existencia pierda toda grandiosidad; es como el pedal de una bicicleta, una pieza que, aisladamente, fuera de la bicicleta no tiene significado nii sentido alguno, no es bella ni tiene utilidad en sí misma; en cambio, integrado en la bicicleta, el pedal es grandioso. Lo mismo acontece con el ser humano y la naturaleza. Por eso, la recuperación del sentido de la naturaleza, nuestra reconciliación personal con ella, es una fuente potencial de bienestar integral, de salud interior

Cuando nuestro el equilibrio emocional con el resto de los semejantes y con la naturaleza se rompe, se cae en la soledad existencial y en la intrascendencia de todo lo que hacemos, que es un caldo adecuado para la puesta en marcha de una serie de disfunciones psíquicas y somáticas en la compleja maquinaria que es cada ser humano.

El síndrome de la prisa:

A mediados del XIX, el nacimiento de la ciencia parecía indicar que la humanidad iba a comenzar, al fin, la construcción de un mundo nuevo, en el que gracias a las aplicaciones tecnológicas de sus descubrimientos habrían de abrirse puentes inimaginables a la esperanza de erradicar la miseria, la enfermedad y el dolor estúpidos, el hambre y la sed, el frío y el calor que matan, el trabajo físico insoportable, humillante y degradante que embrutece; así como la muerte estúpidamente prematura, y las desigualdades insultantes entre los seres humanos que acaban generando violencias personales y colectivas, y estados patológicos de inseguridad ciudadana.

Se creyó entonces que de la mano de la ciencia y de la tecnología derivada del saber científico, habríamos de conquistar el tiempo necesario para poder vivir la vida y expresar con generosidad nuestra componente de seres sociables, amorosos y lúdicos; tiempo para satisfacer nuestra inquietud cultural, y para disfrutar de las pequeñas cosas de cada día. Luego, hemos visto que no ha sido así, hasta el punto de que una de las características que define al ser humano de las hoy eufemísticamente llamadas “sociedades del bienestar”, es la celeridad, la prisa continua y la falta de tiempo para lo fundamental; un estado permanente de prisa convertido en patología.

Las gentes de las “sociedades del bienestar” estamos estigmatizadas por la falta de tiempo para la convivencia más elemental con el amigo, con el vecino, con la pareja, con los hijos, con los padres,... El estrés, el individualismo, la ansiedad, la agresividad sutil derivada de una vida en permanente competencia con el prójimo, genera inseguridad, desconfianza, incertidumbre, recelos, engaño, abandono y esa soledad profunda, en la que se encuentran atrapadas muchas personas, en especial nuestros mayores, expulsados de los circuitos del progreso; de ahí que el alcohol, las drogas, la llamada violencia de género, los fracasos matrimoniales que acaban desestructurando las familias y las personas, después de años de convivencia; la mentira institucionalizada, la trivilización de la violencia, ofrecida incluso como espectáculo morboso de consumo, el terrorismo terrorista, la venta/espectáculo de la privacidad, la pérdida de principios, incluido el sentido religioso de la existencia,… y la esquizofrenia continua entre el discurso y a acción, entre lo que decimos y hacemos, entre lo que nos dicen y hacen, etc., todo eso conforma el escenario enfermo en el que se desarrolla la vida cotidiana del individuo de nuestras días en las sociedades del “bienestar”… en un clima de infelicidad personal y colectiva apenas soportable en el que es imposible vivir con salud integral, limitándonos como seres castrados para la felicidad, a sobrevivir.

Sólo algunas personas, nacidas para competir y vivir sin afecto y en soledad, logran soportar esas carencias a través de la gama de posibilidades que les ofrece el consumismo feroz del propio sistema, y de algunas otras válvulas de escape, como la droga, la erótica del poder y la sutil agresividad.

En la dinámica social actualmente dominante, marcada por la competitividad, cobra sentido especial sentido el conocido lema que afirma que “el tiempo es oro”. Esa entrega al mundo de la competitividad nos lleva a una falta de tiempo para entender que en realidad “el tiempo no es oro, sino vida”.

No es oro todo lo que reluce:

En las “sociedades del bienestar”, que apenas representan una quinta parte de la humanidad, no es oro todo lo que reluce. Hemos erradicado de la vida del ser humano un mundo de valores, como la amistad, la fidelidad, la ternura, el afecto, la convivencia cotidiana, la condolencia,.. Vivimos en un mundo desalmado; las cosas han perdido el alma de quien antes las hacía; hoy son productos, artefactos impersonales, hechos en no se sabe dónde, a costa de qué, ni de quien. No hay amor en ellas.

Ocurre lo mismo con el medio natural, que al estar cada vez más artificializado, más industrializado, más desconectado con el orden cósmico, el ser humano no percibe ya en él el ánima mundi, el orden supremo que rige todo lo creado. La percepción de la armonía cósmica a través de la contemplación de lo que es y significa un bosque, en el que cada árbol son billones de células trabajando en armonía, o lo que es y significa el fluir de un río y sus aguas en eterno retorno, la cumbre de una montaña, un horizonte natural, la emergencia del agua pura de un manantial, el canto de los pájaros, los ciclos de la naturaleza, el paso de las estaciones a través del paisaje y de las migraciones de los animales, etc., son un alimento esencial para el alma humana. En un mundo en desorden es imposible percibir y sentir esa armonía, recibir ese alimento que nos rescata de la soledad existencial y de la huida hacia delante sin saber a dónde vamos.

Curiosamente, de esas cosas no hablamos los científicos. Aquella ciencia de siglos pasados, entendida como una parte del saber humanístico, tal como por ejemplo la concibiera Ghoethe, como un camino hacia una aventura humana sublime, de la que regresar enriquecido, con más sabiduría para potenciar el desarrollo de las capacidades más nobles del ser humano al servicio de una sociedad más fraterna y más sosegada, holísticamente más desarrollada y, por tanto, más feliz,… pronto acabó en manos de la tecnología y de los negocios derivados de sus mercantilización y monopolización.

Si la ciencia inicialmente tuvo una ética, una visión humanística de su razón y de su función -de la que el conocido “principio de precaución” es una muestra, en el sentido de que no todo vale-, pronto sus avances fueron a parar a manos de la tecnología, que por principio es amoral, dedicada a vender sus servicios a quien mejoraos pague, dejando marginados de sus beneficios a quienes no pueden costear el precio que el libre comercio establece.

El saber no es requerido por nadie como una guía moral capaz de inspirar sus conductas; hoy más que nunca, el saber es entendido como una forma de poder. Nuestra capacidad de saber y de descubrir han sido mercantilizados, a la vez que nuestra propia vida y nuestras conductas están atrapadas por un modelo de progreso esencialmente antropofágico y ecocida, que destruye a su propio creador, el ser humano, y a su hogar la naturaleza, creando situaciones ofensivas de desigualdad y de explotación entre los seres humanos, no sólo entre el primer y tercer mundo, sino entre los propios “afortunados” primermundistas.

En el campo de la medicina convencional, el progreso ha hecho que seamos muchas más personas las que habitamos la Tierra, que hace medio siglo. Más, pero no mejores. La inmensa mayoría de las personas que hoy habitamos este hermoso planeta del sistema solar, no somos felices; estamos enfermos, llenos de carencias fundamentales. La ciencia ni la tecnología se ocupan de esta realidad, porque en cierto modo su negocio se basa en la pervivencia de ese estado de insatisfacción, inseguridad y miedo.

Más del 20% de los seres humanos viven hoy en la indigencia más absoluta, y otro 20% vive en la abundancia material y sobrealimentado, pero atrapado por el estrés y sumido en la soledad, sufriendo una vida basada en la continua competencia, al margen del menor principio de fraternidad, bajo las consecuencias de haber hipotecado la aventura de nuestra vida, condenados a vivir como seres uniformizados, estereotipados, como animales de una granja industrial, bien alimentados, sin frío ni calor, solitarios en su pequeño habitáculo, en su reducido espacio vital, atendidos por el sistema mientras le somos rentables, pero marginados después, sea porque no somos ya competitivos o porque carecemos de capacidad de consumir. Vivimos en la más absoluta de las incertidumbres de cara a nuestro futuro, y más todavía respecto al de nuestros hijos.

Toda esa compleja realidad configura un cuadro de una sociedad en profundo desequilibrio, enferma y ciega, dividida, incapaz de organizarse bajo nuevos principios; una sociedad que no puede generar otra cosa que individuos enfermos, afanados un superar cada día la simple faena de vivir, incapaces de desarrollar el potencial infinito de bienestar que hay dentro de cada persona, sin tiempo ni oportunidad para vivir la corta experiencia de la vida.


III.- El bienestar

¿De qué estamos hablando?

El instinto natural del ser humano es el bienestar. Lo que llamamos “sociedad del progreso” se justifica en razón de ese afán de búsqueda permanente de un estado de bienestar. ¿Pero, qué es el bienestar? ¿De qué estamos hablando cuando lo referimos? ¿Qué circunstancias concurren en esos momentos coyunturales en los que nos encontramos bien, y qué tipo de sensaciones experimentamos en ese momento? ¿Qué entendemos hoy en día por estar bien? ¿Qué concepto tienen del bienestar de los ciudadanos quienes en cierto modo son los rectores del mundo, aquellos que marcan en los demás las pautas y las formas de sentir la vida?

Tal vez por la perspectiva diferente que da la edad, y por la madurez que el hecho conlleva -en el sentido de que se empieza a discernir entre lo que es la esencia de la vida y sus parafernalias-, mi propio sentido de la hidrología, la ciencia del agua, ha ido cambiando.

Hoy comprendo que la naturaleza de eso que de forma genérica llamados los “problemas del agua” -que a algunos les permite hablar de un siglo XXI marcado por las guerras del agua-, es poliédricamente compleja; tiene muchas caras. La hidrología no es sino una manera de mirar la grandiosidad del agua y los ríos, una de las múltiples caras de ese poliedro, limitada al estudio desde la perspectiva de su utilidad práctica, es decir de la posibilidad de optimización de su aprovechamiento. La hidrología, se nos dice, es un saber eminentemente “práctico”. Llegados aquí topamos ya con una cuestión fundamental ¿Qué es lo práctico de la vida? No hay nada más práctico que trabajar en la consecución del bienestar.

¿Qué es en verdad lo “práctico”?

Paradójicamente, hoy en día llamamos “práctico” a todo aquello que nos hace más competitivos, que conduce a generar y mover más dinero, con el que se consiguen las cosas para vivir el día a día con más comodidades y estar a la moda. La moda acaba siendo una sutil forma de ostentación, de vanidad, algo que acaba hipotecando nuestra vida. Probablemente, una buena de la gente del primer mundo tenemos ropa y calzado para el resto de nuestros días, así como casa, coche, etc., pero nos vemos obligados a renovarlo todo por una simple cuestión de moda.

Recuerdo que, hace ya más de quince años, en un curso de verano un profesor de hidrología de una escuela de ingeniería tenía que desarrollar el tema, entonces emergente de los caudales ecológicos de los ríos; antes de meterse de lleno en el tema preguntó al audiencia: “¿Qué es un río? ¿Quién sabe qué es un río”. Evidentemente nadie respondió, a la vez que todo el mundo mostraba su perplejidad por la aparente simpleza de la propia pregunta, y por la insistencia del conferenciante, “escandalizado” porque nadie supiera dar razón de lo es un río.

Tratando de romper aquella escena de silencio, el profesor se dirigió a una persona de la sala y le preguntó de forma imperativa: “¡Dígame Vd! ¿qué es un río?”. “Una corriente de agua, respondió”. Entonces, pregunto el profesor “Entonces, ¿un canal también es un río?”. “No señor, un río es una corriente natural de agua” respondió el alumno. “¿De caudal constante o variable?, preguntó el profesor.

Y así, a lo largo de un maravilloso ejercicio de participación en el que salieron conceptos como el de llanura de inundación, sequías y inundaciones, sedimentos y acarreos que transportan los ríos, su dinámica al llegar al litoral, su relación con el clima, con la vida que habita sus aguas, con las sales disueltas en esa agua, etc., se llegó a una definición bastante completa de lo que es un río. Cuando el profesor se había dado por satisfecho con aquella definición ecosistémica de lo que es un río, decidió empezar a desarrollar su tema.

En aquel momento me permití tomar la palabra para decir que todavía faltaban algunas caras por definir, con las que cerrar el poliedro, de forma que la definición estaba aún coja, porque, dije:

“Un río es -en efecto-, todo eso, pero para el ser humano es también muchas más, como sentimientos, patrimonio de naturaleza, de historia, de memoria y cultura, belleza, oferta lúdica, la magia de su fluir, mensaje metafísico, el paisaje que su presencia genera, proteínas,… y todo un rico acervo de simbolismos ligados al significado de agua y de su fluir. Quiero con eso decir que la degradación de un río, hasta perder todo ese mundo de significados y simbolismos, todo su poder evocador, es mucho más que un fenómeno físico, químico o biológico; es también una auténtica amputación espiritual que hacemos a la vinculación emocional del ser humano con la naturaleza, de forma que los ríos son algo muy especial, como lo es el agua en sí misma”.

“¡Si, sí, de acuerdo -dijo mi colega-, todo eso forma parte, en efecto, de lo que es y lo que significa un río para el ser humano, lo sé; pero yendo a lo práctico…!”. Es precisamente en ese sentido restringido y cercenado de lo práctico, donde quiero incidir antes de entrar de lleno en el objeto central y en el planteamiento final de esta ponencia Si convenimos en que el principal objetivo de la vida de cada persona es el bienestar, ¿qué es lo práctico?

Una buena parte de la educación social y de la percepción de lo que pasa en el mundo nos llega a través de la versión y las formas de valoración que nos ofrecen los medios. A través de ellos acabamos creando un lenguaje especial, diseñado para aquello que el diseñador quiere que sea la sociedad, aquello que quiere que piense y de lo que desea que hable. “Pan y toros”.

La falta de espacios de tiempo en la vida cotidiana para tertuliar, hace que poco a poco vayamos perdiendo nuestra capacidad de discernir entre la esencia y la parafernalia de las cosas de la vida, cada día más atrapados en las garras de un lenguaje simplón, que acaba hablando y pensando por nosotros, sin más reflexión. Es así como apelamos al “progreso”, al “desarrollo”, al “interés general”, a la “racionalidad”, a la “modernidad”, etc., para justificar multitud actitudes y actuaciones; sin embargo, no sabemos de qué estamos hablando. Insisto: ¿qué es el progreso? ¿qué es el bienestar”

Miguel Delibes nos hace su propia reflexión: “¿Qué entiende el ser humano contemporáneo por estar bien. En la respuesta a esta pregunta no es fácil estar de acuerdo; sin embargo, lo que no se presta a discusión es que lo que los actuales rectores del mundo y la mayor parte de los humanos entiende por estar bien”, algo tan superficial como disponer de dinero para comprar o disfrutar de las cosas. Sin dinero no hay cosas, y sin cosas no es posible estar bien en nuestros días; este es el paradigma. El dinero se erige así en símbolo e ídolo de toda una civilización. El dinero se antepone a todo, llegado el caso al propio ser humano”.

Entre la supervivencia de un río, de un bello horizonte, de un pequeño bosque, de una cresta de alta montaña, de un paisaje litoral, de una laguna,… y la creación de un negocio a basado en su explotación y consiguiente degradación, el beneficiado no se planeta el menor problema, optará siempre por el negocio; de esta forma la corrupción se enseñorea sin vergüenza entre las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada ser humano tiene un precio alcanza hoy su sentido literal, de plena y absoluta vigencia en la sociedad de nuestros días.

Esta realidad nos lleva a un escenario dominante en el que la falta de credibilidad se erige y se propaga como un cáncer, hasta generar un reino de la mentira y de la estupidez, en el que vivimos. Las encuestas muestran esa falta de credibilidad en todo; en las instituciones, en los políticos en los jueces, en la justicia,… La verdad es un alimento del alma, un alimento de primera necesidad. No se puede vivir en armonía con uno mismo, ni con los demás tampoco, en un clima patológico de desconfianza y mentira.

En lo que respecta a la polémica desarrollada en torno al agua, personalmente hemos estudiado el tema y hemos puesto en evidencia la presencia de un leguaje hidrológico auténticamente “orwelliano”; es decir, dominado por una serie de términos elegidos y huérfano de otros, configurando un panorama que conduce a un pensamiento social unívoco y unidireccional.

Pararse a reflexionar, a pensar, a ponderar o, incluso, a plantear el valor sublime de cuestiones intangibles, o de cosas tan trascendentes como la esencia del bienestar humano, o los efectos perversos del lenguaje orwelliano, no es considerado como algo intrínsecamente práctico, más bien como una pérdida de tiempo.


IV.- Paradigmas perdidos

Hace unos pocos años oí decir a Joan Manel SERRAT, cuando recién le había sido detectado un cáncer del que afortunadamente acabó saliendo victorioso, que ese éxito que todos de manera instintiva perseguimos no está esencialmente en otra cosa que sentirse querido por los demás, en ser capaces de generar positividad y amor hacia todo, hacia la vida. Serrat es una de esas personas que por su edad ha tenido la fortuna de conocer un mundo diferente al actual, basado en una serie de principios y valores que ahora no se encuentran. En ese mismo sentido oí pronunciarse un día a Mª del Mar Bonet.

Pocas cosas hay verdaderamente fundamentales de las relacionadas con la esencia de la vida y con ese bienestar anhelado que no hayan sido ya descubiertas a lo largo de los miles de años de existencia del ser humano, del homo sapiens sapiens, nada fundamental que haya escapado al análisis filosófico de los grandes clásicos.

Más allá de la farsa de la ostentación material en la que vivimos las gentes que habitamos esa burbuja autollamada “primer mundo”, hay una sensación silenciosa y silenciada, creciente, de que es necesario empezar a montar la vida y el concepto del progreso desde otros patrones, desde un planteamiento en el que el bienestar integral del ser humano sea el centro de un nuevo sentido del progreso, de un progreso humanístico.

Hoy parece evidente la necesidad de hacer frente a situaciones tan evidentes como la soledad y la pérdida de formas ancestrales de socialización, como eran determinadas fiestas, auténticas “celebraciones de la vida”; estamos empezando a ver la necesidad de rescatar formas cotidianas de encuentro, como el paseo, en el encuentro en la plaza, la taberna donde se hablaba de las cosas, se reflexionaba y se cantaba; las tertulias de después de comer, las famosas “frescas” nocturnas en la acera de la casa, junto con otros vecinos,…

El progreso y la velocidad nos han des/socializado, hasta el punto que es normal que dos personas sentadas, una junto a la otra, en auténtico codo con codo en un avión, que van a pasar horas y horas juntos en un vuelo trasatlántico, no se presenten ni intercambien palabra alguna. Lo mismo ocurre en un viaje en tren. Cada cual se encierra en su caparazón. El miedo a comunicar y a compartir, obliga a tener que equipar aviones, trenes y autobuses con pantallas de TV en las que en general lo que se nos ofrece suelen ser auténticas estupideces, violencias, vidas de personas “triunfadoras” o cánticos a nuestro modelo de progreso. Pocas personas son hoy en día capaces de llamar a las diez de la noche a la puerta del vecino para que nos preste una botella de leche, de aceite o un trozo de pan. La ternura, el abrazo y el gesto de afecto han sido en buena manera desterrados.

La vida nos obliga a ir de fuertes, llevando la procesión por dentro. Hay rituales, hoy en día perdidos, que más allá de su significado religioso alimentaban la dimensión espiritual de la vida; una vida que nos permitía vivir en comunión espiritual con otras muchas gentes, y con el misterio del origen de la naturaleza y la vida, de todo lo que existe, del universo. Entre esos rituales perdidos cabe destacar los toques de campana, unas veces llamando a oración, otras anunciando de la hora del Ángelus, un momento de recogimiento en el que las gentes del campo detenían su trabajo, se quitaban la boina y se transportaban a un mundo espiritual; o momentos sublimes como la bendición de la mesa, una especie de acción de gracias a la naturaleza, a la lluvia, a la semilla, al labrador, al molinero,… y a tantas gentes que han hecho posible que el alimento que bendecimos esté hoy en nuestra mesa.

Virtudes y obras como el respeto a los mayores, la renuncia a la ostentación, al consumo inútil, la costumbre de visitar al enfermo, al que está solo,… todo eso ha sido desterrado como fundamento del bienestar interior. Nos hemos aislado y desespiritualizado. Y eso se paga. Lo estamos pagando en silencio, porque nadie quiere quitarse la careta.


V.- La magia del agua

En la tarea de buscar un bienestar integral perdido, el mensaje de la naturaleza tiene una fuerza insospechada, infravalorada. La atracción innata por la belleza, por la percepción del anima mundi de los elementos del paisaje natural, es una gran fuerza que todos llevamos dentro; una especie de brújula que en cierto modo, nos marca siempre el norte.

En ese sentido, el poder emocional que nos trasmite el agua tiene una magia especial. Está fundamentado en una vinculación ancestral, registrada en algún lugar de nuestro patrimonio genético, que hace, por ejemplo, que su simple murmullo, su fluir, su cristalinidad,… nos atraigan, invadiéndonos de belleza en el sentido kantiano del término, es decir, de algo que más allá de cualquier tipo de educación académica o de cultura, hace que sin saber porqué, no sintamos interiormente bien.

Esa vinculación emocional tan profunda con el agua ha hecho que en todos los tiempos y culturas haya sido el símbolo de la abstracción del pensamiento más sublime que es el concepto de pureza. En el agua hemos materializado siempre no sólo el concepto de la pureza, sino también el de vencimiento a la muerte eterna, a la vuelta a la nada, a través del símbolo de la fertilidad, que es la perpetuación de la vida. Con el agua se ha bendecido, y se han perdonado los pecados; es decir, se ha entrado en el mundo de la gracia, que es el estado de bienestar integral en el que lo físico y lo metafísico, lo material y lo espiritual se funden. El ofrecimiento de agua a un viajero, a un peregrino o a una visita, ha sido el símbolo de la hospitalidad y la fraternidad, de ahí el precepto cristiano de “dar de beber al sediento”.

La cristalinidad del agua natural, despierta unas emociones internas que nada tienen que ver, por ejemplo, con la transparencia del agua de una piscina; de hecho, no aplicamos el término cristalino al agua transparente de una piscina, simplemente porque no es agua, sino un producto industrial, previamente tratado y mezclado luego con abundantes hipocloritos para que en ella no sea posible la vida.

El fluir del agua natural, es decir, del agua no adulterada ni degrada por la intervención humana, es portavoz de un mensaje sublime y universal, que trasmite una idea trascendente de la vida; es el mensaje que leyó SIDDHARTHA, el que le hizo encontrar al fin la paz interior que buscaba.

Ya en tiempos anteriores a los griegos, las gentes de las culturas más ancestrales concedieron al agua propiedades curativas, frente a determinadas enfermedades físicas y mentales. HIPÓCRATES analizando el porqué de ese poder, y del porqué unas aguas eran curativas y otras no, llegó a la conclusión de que más allá de las razones físicas y químicas había una profunda razón metafísica; determinadas aguas, emergentes de determinados lugares donde la Tierra que estaría impregnada de una fuerza telúrica especial, la trasmitirían al agua, y esta al ser humano, despertando en él un poder autocurativo que todos llevaríamos dentro.

El agua, los ríos, los manantiales y los acuíferos, y sus manifestaciones en el paisaje son demasiado importantes como para desespiritualizarlos y reducirlos a las simple mercancía, a la categoría de un recurso; es decir, a algo que tiene un precio de mercado que alguien se lo puede apropiar.

Una buena parte de mi vida personal y de mi actividad profesional han estado centradas en torno al agua. Durante muchos años apenas supe mirarla más que desde la perspectiva de un recurso asociado al desarrollo económico. Mi mundo fueron los hidrogramas, los balances hídricos, las fórmulas de la hidráulica, etc., es decir una visión muy cercenada de una grandiosidad sublime. Hoy entiendo el agua y los ríos desde otra perspectiva más global; he aprendido a mirarlos de otra manera; mi saber hidrológico se ha vuelto humanístico.

Recién empezados los años 90 tuve una vivencia especial en Canadá; un simple recorrido de dos semanas descendiendo en canoa descendiendo las aguas de un río hermoso, salvaje, en una borrachera de naturaleza, a lo largo de casi quinientos kilómetros surcando un territorio totalmente despoblado, sin puentes ni vías de comunicación alguna en nuestra proximidad, sin poblados próximos y sin teléfonos móviles, acompañado por un guía y cinco compañeros más de diferentes países. Entonces se abrió mi espectro y mi forma de entender y de sentir un río, que se amplió, más allá de su reducción aun simple recurso apetecido por los sistemas productivos.

A partir de ese momento me hice asiduo a esa forma de sentir y vivir los ríos. Desde una piragua empecé a percibir nuevos estados de emoción, muy especiales. Pensé que mis emociones en cierto modo estaban relacionadas con la recuperación de mis vivencias de infancia, pubertad y adolescencia ligadas a lo ríos, cuando eran el reino de los niños, antes de que llegaran las piscinas. Pronto, empecé a llevar a gente amiga a compartir esas emociones, a mostrarles ese mundo del agua. Y desde entonces lo hago con especial devoción, de forma que en estos últimos años he tenido la oportunidad de llevar a cientos de personas a descubrir los ríos desde dentro.

Mi sorpresa ha sido que, de manera absolutamente general, todas las esas personas han experimentado sin excepción las mismas profundas sensaciones de bienestar que yo, con independencia de su propia historia hidrológica, gentes que no habían tenido en la primera etapa de su vida experiencias como las que yo había tenido. A ese estado de bienestar alcanzado al final de un recorrido de uno o más días, de sentir y vivir el río siguiendo su fluir, de momento se me ocurrió referirlo con el término fluviofelicidad .

Más tarde, al analizar las razones profundas de esa reacción tan positiva he visto que concurren varios factores. En primer lugar está esa vinculación emocional tan singular y ancestral y arcánica entre el ser humano y el agua. Mucho antes de que la ciencia lo descubriera desde su lógica, el ser humano había entendido que en el agua estaba el origen de la vida. En ese sentido, he llegado a imaginar que los seres humanos, lo mismo que llevamos la música dentro, llevamos también el río, la imagen del agua pura y del significado de su fluir.

Se ha comprobado que el feto humano cuando “escucha” una sinfonía reacciona a través de movimientos en su cuerpo y gestos en su cara que denotan un inequívoco estado de alegría y de gozo; sin embargo, no sabe qué es la música. En cierto modo podríamos decir que lleva la música dentro. Curiosamente, esa reacción se da en el sentido contrario con un tipo de música estridente, sin armonía; el feto se agita y la rechaza. Pienso que lo mismo ocurre con la magia del fluir del agua y con los ríos; personas que nunca han vivido antes la emoción del río, al acerca a él se despierta en ellos algo que ya existía en sus propios códigos genéticos a través de una sensación placentera. En ambos casos presiento que se trata de un reencuentro con el anima mundi de lo cósmico, que es la armonía que preside el orden universal que reina en el universo, en todo lo creado desde el origen de los tiempos. Ese reencuentro con armonía es lo que despierta esa profunda sensación de bienestar integral, como de una vuelta a casa; es la que da a Shiddharta la comprensión, y la que despierta nuestro poder autocurativo.

La imagen que hemos tenido de los ríos ha estado ligada a las sensaciones percibidas desde sus orillas y desde los puentes. Hoy, entre los abalorios del progreso podemos disponer de una piragua y un chaleco salvavidas para meternos en los ríos, y percibirlos y sentirlos desde dentro con todo la fuerza de su magia y sus simbolismos, y con todo lo que su presencia genera y representa como patrimonio no sólo de naturaleza, sino también de memoria, cultura e identidad.

En otro orden de cosas, no cabe duda de que concurren otra serie de factores en la emergencia de ese estado de bienestar que nos proporciona el río, al que he denominado fluviofelicidad ; son factores relacionado con esas carencias que he descrito a las que nos lleva la sociedad del bienestar: la des/socialización, la soledad, las prisas patológicas, la pérdida del sentido de la naturaleza,… y el bloqueo de emociones relacionadas con la inocencia, la ternura, el afecto, la expresión lúdica, el canto como forma de expresión de un estado interior, el silencio, etc.

En ese tipo de convivencias fluviales no sélo cuenta el reencuentro con el río y el agua y todos sus viejos simbolismos, sino también con las propias personas y con uno mismo, con la parte buena de la naturaleza del ser humano, y con la vida del río y sus riberas. De pronto desaparecen las prisas, el tiempo no cuenta y tampoco pasa, todo se vuelve presente, porque la actividad discurre a la velocidad de la naturaleza, desaparece el mundo de los ruidos del progreso, para entrar en un mundo en el que sólo se oyen los pájaros, el viento y el murmullo del agua; un mundo nuevo e ignorado; desaparecen los motores y casi todos los artefactos; desde el fondo del valle, la cortina de árboles de los bosques de ribera nos impide ver lo demás, de forma que no hay otro mundo que el lento fluir del agua, el río, el bosque de ribera, sus pájaros,.. y el azul del cielo, accidentalmente surcado por el paso de un avión invisible detectado gracias a su estela de vapor de agua.

En el contexto de la convivencia nadie se interesa por saber si los compañeros de aventura son empresarios u obreros, arquitectos o albañiles, médicos o celadores, son simplemente seres humanos dispuestos a compartir emociones a corazón abierto, a servir a los demás sin miedo a dar más de lo que puedas recibir; en ese clima el homo ludens se expresa, embriagado de naturaleza viva y de silencio; se siente la libertad del agua, de los pájaros, del viento y de la nube,... Y todo eso, adornado por la magia del simbolismo del agua, de su fluir camino del mar, donde se purificará, se desmaterializará hasta quedar reducida a su propia alma que es el vapor, que luego se volverá a materializar en una gota de agua o en un copo de nieve, que al retornar a la Tierra en forma de precipitación se reencarnará en un nuevo río o manantial, y así siempre, en un eterno reencuentro

La sensación de estar viviendo una pequeña aventura en común, acaba creando un clima en el que la ternura y la inocencia, la colaboración generosa, el detalle con los demás, etc., afloran como una necesidad profunda que hay en el ser humano, que las formas de vida de los tiempos del progreso han secuestrado. Los momentos de preparar el material, organizar el picnic del mediodía, la cena, las sobremesas y los cuentos e historias narradas por los cuentacuentos a la orilla del agua, acaban generando una especie de alma común, a la que no hay soledad que se resista. La felicidad vuelve a emerger con recuerdos del paraíso perdido.

Dicho esto quiero concluir presentado este tipo de vivencias como una auténtica terapia muy singular, efectiva a la hora de prevenir el malestar, la compleja enfermedad de los tiempos y de recuperar confianzas en la vida. Es algo difícil de explicar, imposible de entender cuando no se ha vivido. La sensación que uno tiene al acabar la jornada y bajar a tierra, es realmente como si se viniera de otro mundo, el mundo del río y del agua. El peregrinar río abajo durante unos días acaba convertido en una especie de viaje interior. A todo esto hay que añadir sensaciones especiales, como la de la vida impregnada de un cierto ascetismo, el que se vive esos días, lejos de todo lujo y confort, algo que nos permite tomar conciencia del nivel de dependencia que en la vida ordinaria nos de cosas y costumbres superfluas e innecesarias en el que en desarrollamos la vida ordinaria.

Los baños en orillas solitarias, la desinhibición del pudor al desnudo, la caricias del sol, del viento y del agua son elementos añadidos. La vida intensamente compartida permite recuperar al ser social que llevamos dentro. El pequeño esfuerzo físico requerido acaba generando un nivel de forma física que desemboca en un estado placentero de bienestar añadido. Los recorridos que acaban en el mar tienen una fuerza especial.

Todo lo vivido y sentido en ese tipo de vivencias configuran un singular estado de bienestar interior, que es como una especie de toma de conciencia del sentido de la vida. La euforia generada por ese ambiente especial, en el que el río es un protagonista activo, y las enseñanzas derivadas, según mi experiencia personal ampliamente contrastada es tan especial que, tal como he comentado, me llevó a utilizar el término fluviofelicidad para describirla. Aplicadas estas experiencias a personas que necesitan recuperar determinados valores de la vida, confianzas y motivaciones, nos llevan a considerarlas como una auténtica terapia, curativa y preventiva, para la salud integral del ser humano, y hablar de una fluvioterapia, un antídoto frente a los efectos negativos del llamado progreso.