Extiendo el brazo hacia la ducha, apoyo la mano en la llave de paso, la muevo lentamente haciéndola girar hacia la izquierda. Acabo de despertarme, tengo todavía los ojos llenos de sueño, pero soy perfectamente consciente de que el gesto que realizo para inaugurar mi día es un acto decisivo y solemne que me pone en contacto con la cultura y la naturaleza al mismo tiempo, con milenios de civilización humana y con el alumbramiento de las eras geológicas que han dado forma al planeta. Lo que le pido a la ducha es sobre todo que me confirme como amo del agua, como perteneciente a esa parte de la humanidad que ha heredado de los esfuerzos de generaciones la prerrogativa de llamar al agua para que le llegue con la simple rotación de un grifo, como detentador del privilegio de vivir en un siglo y en un lugar en los que se puede gozar en cualquier momento de la más generosa profusión de aguas límpidas. Y sé que para que este milagro se repita cada día tienen que darse una serie de condiciones complejas, por lo cual la apertura de un grifo no puede ser un gesto distraído y automático, sino que requiere una concentración, una participación interior.
Así es como, al llamarla, el agua sube por las tuberías, presiona los sifones, levanta y baja los flotadores que regulan el aflujo en los depósitos, en cuanto una diferencia de presión la atrae, acude, propaga su llamada a través de los empalmes, se ramifica por la red de colectores, descolma y vuelve a colmar los depósitos, presiona contra los diques de las cuencas, se desliza desde los filtros de las depuradoras, avanza a lo largo de todo el frente de las tuberías que la encaminan a la ciudad, después de haberla recogido y acumulado en una fase de su ciclo sin fin, tal vez vertida gota a gota desde las embocaduras de los glaciares para correr por abruptos torrentes, tal vez aspirada por las napas subterráneas, escurriéndose a través de las vetas de la roca, absorbida por las grietas del suelo, bajando del cielo en un espeso telón de nieve lluvia granizo.
Mientras con la diestra regulo el mezclador, extiendo la izquierda ahuecada para echarme el primer chorro a los ojos y despertarme definitivamente y, mientras tanto oigo a gran distancia las olas transparentes y frías y sutiles que afluyen hacia mí por kilómetros y kilómetros de acueductos a través de llanuras valles montañas, oigo las ninfas de las fuentes que vienen a mi encuentro por sus propias vías líquidas, y que dentro de poco aquí bajo la ducha me envolverán en sus caricias filiformes.
Pero antes de que una gota se asome a cada agujero de la roseta y se prolongue en un goteo primero inseguro para después de golpe hincharse en un halo de chorros vibrantes, es preciso soportar la espera de un segundo entero, un segundo de incertidumbre en el que nada me asegura que el mundo siga conteniendo agua y no se haya convertido en un planeta seco y polvoriento como los otros cuerpos celestes más próximos, o que en cualquier caso haya agua bastante para que yo pueda recibirla aquí en el hueco de mis manos, alejado como estoy de toda cisterna o manantial, en el corazón de esta fortaleza de cemento y asfalto.
El verano pasado una gran sequía se abatió sobre el norte de Europa; las imágenes en la pantalla mostraban extensos campos de árida corteza resquebrajada, ríos que habían sido caudalosos y descubrían incómodos sus lechos secos, bueyes que hurgaban en el barro con el hocico buscando alivio a la canícula, colas de gente con jarras y tinajas delante de una mezquina fuente. Me asalta la idea de que la abundancia en que he chapoteado hasta ahora sea precaria e ilusoria, de que el agua podría volver a ser un bien escaso, transportado con esfuerzo, ahí llega el aguador con su barrilito en bandolera lanzando su pregón hacia las ventanas para que los sedientos bajen a comprar un vaso de su preciosa mercancía.
Si hace un momento me rozó una tentación de orgullo titánico al apoderarme de la llave de mando de la grifería, bastó un instante para considerar mi delirio de omnipotencia injustificable y fatuo, y con temor y humildad espío la llegada del borbotón que se anuncia al subir por el caño con un débil estremecimiento. ¿Y si fuera sólo una burbuja de aire que pasa por las canalizaciones vacías? Pienso en el Sahara, que inexorablemente avanza unos centímetros cada año, veo temblar en la calígine el milagro verde de un oasis, pienso en las llanuras áridas de Persia drenadas por canales subterráneos que van a las ciudades con cúpulas de mayólicas azules, recorridas por las caravanas de nómadas que todos los años bajan del Caspio al golfo Pérsico y acampan en tiendas negras donde una mujer en cuclillas, sujetando con los dientes un velo de color vivo, vierte de un odre de cuero el agua para el té.
Alzo la cara hacia la ducha esperando que al cabo de un segundo las salpicaduras me lluevan sobre los párpados entrecerrados liberando mi mirada adormecida que explora en este momento la flor de lata cromada sembrada de agujeritos rodeados de cal, y entonces se me aparece en ella un paisaje lunar cribado de cráteres calcinosos, no, son los desiertos de Irán que miro desde el Avión, salpicados de pequeños cráteres blancos en fila, a distancias regulares, que señalan el viaje del agua en las canalizaciones en funcionamiento desde hace tres mil años: los qanat que se deslizan subterráneos en trechos de cincuenta metros y se comunican con la superficie a través de estos pozos donde un hombre puede meterse, atado a una cuerda, para el mantenimiento del conducto. Entonces yo también me proyecto en esos cráteres oscuros, en un horizonte invertido me dejo caer en los agujeros de la ducha como en los pozos de los qanat hacia el agua que corre invisible con un rumor amortiguado.
Me basta una fracción de segundo para recuperar la noción de alto y bajo: desde lo alto está por llegarme el agua, después de un irregular itinerario en subida. En las civilizaciones sedientas los recorridos artificiales del agua se deslizan bajo tierra o en la superficie, o sea no se diferencian mucho de los recorridos naturales, mientras que el gran lujo de las civilizaciones pródigas de linfa vital consiste en hacer que el agua venza la fuerza de gravedad suba para caer después: y entonces se multiplican las fuentes con juegos de agua y surtidores, los acueductos de altas pilastras. En las arcadas de los acueductos romanos el imponente trabajo de mampostería sirve de sostén a la levedad de un borbotón suspendido allí arriba, una idea que expresa una paradoja sublime: la monumentalidad más maciza y duradera al servicio de lo que es fluido y pasajero e inasible y diáfano.
Presto atención a la jaula de chorros suspendidos que me rodea y se cierne sobre mí, a la vibración que se propaga por el bosque de las tuberías. Siento sobre mí el cielo de la campiña romana surcado por las canalizaciones en lo alto de las arcadas en ligero declive, y todavía más arriba por las nubes que en competición con los acueductos llevan a todo correr inmensas cantidades de agua.
El punto de llegada del acueducto es siempre la ciudad, la gran esponja hecha para absorber y rociar, Nínive y sus jardines, Roma y sus termas. Una ciudad transparente se desliza de continuo en el espesor compacto de las piedras y la cal, una red de hilos de agua envuelve las paredes y las calles. Las metáforas superficiales definen la ciudad como aglomerado de piedra, diamante en facetas o carbón tiznado de hollín, pero todas las metrópolis se pueden ver también como una gran estructura líquida, un espacio delimitado por líneas de aguas verticales y horizontales, una estratificación de lugares sujetos a mareas e inundaciones y resacas, donde el género humano realiza un ideal de vida anfibia que responde a su vocación profunda.
O tal vez sea la vocación profunda del agua la que realiza la ciudad: subir, salpicar, deslizarse de abajo hacia arriba. En la dimensión de la altura es donde se reconoce una ciudad. Un Manhattan que levanta sus cisternas hasta la cima de sus rascacielos, un Toledo que durante siglos debe llenar incesantes barriles en las corrientes del Tajo, allí en el fondo, y cargarlos a lomo de mulo, hasta que para deleite del melancólico Felipe II se pone en movimiento, entre crujidos, «el artificio de Juanelo», que trasvasa subiendo desde el despeñadero del río hasta el Alcázar, milagro de corta duración, el contenido de cangilones oscilantes. Aquí estoy, pues, dispuesto a acoger el agua no como algo que me es naturalmente debido sino como una cita de amor cuya libertad y felicidad es proporcional a los obstáculos que ha tenido que superar. Para vivir en plena confianza con el agua, los romanos habían situado las termas en el centro de la vida pública; hoy, para nosotros, esta confianza es el corazón de la vida privada, aquí bajo esta ducha cuyos arroyuelos he visto tantas veces resbalar por tu piel, náyade nereida ondina, y todavía te veo aparecer y desaparecer en el abanico de hilos, ahora que el agua brota obedeciendo veloz a mi llamada.