Durante siglos, agricultores y ganaderos de extensivo han proporcionado alimentos a la población, a la vez que han modelado el paisaje y preservado cultivos, razas y especies únicas, con prácticas acordes a la capacidad del medio. Sin embargo, el proceso de intensificación agraria del último siglo ha traído consigo una serie de impactos ambientales, e incluso sociales, de calado. La búsqueda de una mayor productividad, en términos meramente económicos, ha llevado en ocasiones al límite a los ecosistemas, manifestándose en una disminución de los servicios que la naturaleza nos presta gratuitamente, como el control de las inundaciones o el almacenamiento de carbono.

El abandono de las prácticas extensivas también ha tenido efectos nocivos, visibles en numerosos rincones del territorio. La pérdida del pastoreo en prados y pastos o la desaparición de las rotaciones de cultivos y los barbechos, propios de la agricultura mediterránea, ha supuesto una amenaza directa para la conservación de especies únicas, como avutardas o alimoches. Sin olvidar, que este modelo de agricultura en peligro atesora también una cultura y una gastronomía propia del medio rural, apreciada por el conjunto de la sociedad. Una agricultura que aunque no puede competir en un mercado global en cuanto a cantidad, si lo puede hacer en lo que referente a productos de calidad y valores ambientales asociados.

Es por tanto necesario lograr de nuevo el equilibrio entre agricultura, ganadería y medio ambiente. De esto depende la gestión del 80% del territorio de la Unión Europea (UE) y, con ello, la conservación de los recursos naturales, frenar la pérdida de biodiversidad o disminuir los efectos del cambio climático.

¿Un futuro verde oscuro?

Uno de los retos ambientales más importantes derivados de la intensificación de la agricultura es el relacionado con el agua. La apuesta masiva por el regadío como único motor de desarrollo rural ha sobrepasando en numerosas zonas la capacidad de abastecimiento de ríos y acuíferos, conllevando su sobreexplotación, salinización o contaminación. A esto hay que sumarle los cada vez menores recursos hídricos disponibles, por efecto del cambio del cambio climático. Sin olvidar el más de medio millón de pozos ilegales que en nuestro país ejercen una competencia desleal a los agricultores de secano y a los regantes legales, con impactos conocidos sobre lugares emblemáticos, como el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel o el Espacio Natural Doñana (WWF 2012).

Este modelo de producción también ha sido señalado por la propia UE como una de las principales causas de la acuciante pérdida de biodiversidad que sufrimos. Así el 48% de los hábitats y el 30% de las especies de la Unión se encuentran amenazados por la actividad agrícola intensiva. A la vez, el 80% de los hábitats que dependen de la agricultura extensiva se encuentran en un estado de conservación desfavorable (CE COM 2009). Pero esta pérdida va más allá de la biodiversidad salvaje, afectando también a la agrodiversidad. La práctica totalidad de las razas autóctonas españolas están en riesgo de desaparición -al ser desplazadas por animales selectos, teóricamente más productivos- y una situación similar sufren las variedades locales cultivadas.

Otro de los aspectos que tiene que afrontar el sector es el de preservar la fertilidad del suelo, principal patrimonio del agricultor. La mitad del territorio nacional está calificado como en riesgo de desertificación medio-alto y con niveles de materia orgánica por debajo de lo deseable para mantener su capacidad productiva.

Tampoco hay que olvidar el cambio climático, al que el sector agrario contribuye con casi el 10% de las emisiones de gases de efecto invernadero. La mitigación y adaptación a sus impactos es otra de los retos urgentes, pues nadie padece más directamente que agricultores y ganaderos fenómenos climatológicos, como inundaciones y sequías, cada vez más extremos.

La situación es tal que el informe sobre “La economía de los ecosistemas y la biodiversidad” (TEEB 2009) alerta de que si no cambiamos la forma en que gestionamos los recursos naturales, en 2050 el 11% de las zonas naturales existentes en el año 2000 desaparecerán por conversión de los terrenos para uso agrario, expansión de las infraestructuras y el cambio climático. Y señala, además, que el 40% de la tierra del mundo actualmente gestionada mediante prácticas extensivas habrá pasado a un uso intensivo, con el consiguiente impacto sobre el medio natural.

Mucho más que una actividad económica

Pero no todo son malas noticias. Al contrario, existe un modelo de agricultura y ganadería, del que España puede considerarse un referente mundial en cuanto a su alianza con la biodiversidad. Así, 10 millones de hectáreas de los 14 millones incluidas en la Red Natura 2000 en nuestro país dependen del buen hacer de agricultores y ganaderos, que con sus buenas prácticas proporcionan alimento y cobijo a especies únicas en el mundo. A esto hay que añadirle la importante superficie y variedad de sistemas agrarios de alto valor natural existentes. Estos prados con ganadería extensiva, dehesas o cultivos de secano en mosaico, entre otros, en los que abundan importantes retazos de vegetación natural, son clave para detener la pérdida de las especies.

También hay posibilidades de mejora en materia de aguas. Esto pasa por el apoyo decidido a los cultivos tradicionales de secano con variedades locales, adaptadas a nuestras condiciones agroclimáticas, y por el ahorro de agua en los de regadío. Para esto último aún hay margen de maniobra. Se estima que un 25% del agua total extraída en la UE para la agricultura podría ahorrarse a través de mejoras en las redes de distribución de riego (EEA 2012). No obstante, es necesario recalcar que el potencial de la modernización de regadíos (si es posible, enlace a la parte de modernización) para asegurar un uso sostenible del agua en la agricultura dependerá del destino final del agua ahorrada. Sólo si la misma se dedica a garantizar el buen estado de las masas de agua, en cumplimiento de los objetivos de la Directiva Marco de Aguas (DMA), podremos considerar que uso eficiente y sostenible van a la par.

Otras buenas prácticas cada vez más extendidas, como las contempladas por la producción ecológica, destinadas a fomentar el uso de cubiertas vegetales o abonos orgánicos, son clave para preservar la fertilidad natural del suelo o mejorar su capacidad para retener agua y carbono. Sin olvidar otras actuaciones sencillas, que cada persona agricultora o ganadera puede realizar en sus explotaciones -como mantener la vegetación natural en las lindes, conservar árboles, setos y sotos, así como otros elementos del paisaje, tipo muretes de piedra o terrazas-. Estas aportan no solo beneficios ambientales, sino también agronómicos. Se mejora así la productividad de las explotaciones, a la vez que su biodiversidad y el buen estado de los recursos naturales. Mientras, aumenta la fortaleza de los ecosistemas frente a la sequía, a la vez que se lucha contra el cambio climático y se diversifica el paisaje.

Agricultura y medio ambiente, caminando juntas

Existe un modelo agrario que camina de la mano con el medio ambiente. No en vano, la agricultura ha sido señalada por al UE como un sector clave para frenar la pérdida de biodiversidad en 2020 (CE COM 2011), a la vez que un sector estratégico para alcanzar los objetivos de la DMA.

Es un modelo en el que agricultores y ganaderos producen alimentos sanos y de calidad mientras cuidan los recursos naturales -suelo y agua- de los que depende su propia actividad, respetan y protegen la biodiversidad y hacen frente a los impactos del cambio climático.

Paradójicamente, estos bienes públicos no están valorados por un precio adecuado de los productos en el mercado, ni tampoco suficientemente apoyados por las políticas públicas. Afortunadamente estamos a tiempo de darle la vuelta, tanto con la nueva Política Agraria Común (PAC), como consumidores, apoyando con nuestra opción de compra los productos locales, ecológicos, de temporada y respetuosos con el medio ambiente, y con esto a sus productores.

Esta es la agricultura que necesitamos, sin la que el medio ambiente y ni tan siquiera el medio rural, tendría futuro. Y con un medio ambiente que se muestra a su vez como su principal aliado, facilitando el control natural de plagas, proporcionando agua en cantidad y calidad para las cosechas o insectos para la polinización de los cultivos. Agricultura y medio ambiente de la mano, inseparables, en alianza.