La estrategia neoliberal busca reducir el campo de la función pública para dejar mayor espacio al libre mercado. Se tienden a desactivar la tradicional función del Estado como promotor de la cohesión social, induciendo una progresiva “anorexización” de las instituciones públicas, presentadas como ineficientes y burocráticas, mientras se mitifican las virtudes de flexibilidad y eficiencia del mercado.

En Chile, bajo la dictadura de Pinochet, se ensayaron las propuestas más radicales del naciente neoliberalismo, privatizándose de facto ríos y acuíferos. Si alguien necesita una concesión de aguas en Chile, debe comprarla en Roma (hasta hace poco en Madrid), donde están los accionistas mayoritarios de Endesa, propietaria de buena parte de los ríos chilenos. La Sra. Tatcher promovió un modelo menos agresivo en Reino Unido, privatizando tan sólo las infraestructuras de abastecimiento y saneamiento.

Sin embargo, ninguno de estos modelos se expandió. El “modelo francés”, mucho más sutil, es el que se extiende con el apoyo del Banco Mundial. En él, se privatiza tan sólo la gestión del servicio, a través de una estrategia de partenariado público-privado (PPP), promoviendo empresas mixtas en las que las transnacionales aceptan ser socias minoritarias (49%). La clave reside en asegurar la competencia exclusiva de la empresa privada en lo que se refiere a la gestión, bajo el argumento de disponer de las capacidades tecnológicas y organizativas necesarias (“Savoir Faire”, “Know How…”). De forma sutil, la clave del poder pasa a estar en el monopolio de la información y no en la mayoría accionarial. Por otro lado, el privado pasa a decidir en materia de compras, contratas y subcontratas, haciendo desaparecer por 40 o 50 años los concursos públicos, con lo que se blindan los llamados “mercados de inputs secundarios” en beneficio del grupo empresarial del operador. Paradójicamente, en nombre del libre mercado, se colapsa la competencia, al tiempo que los beneficios privados crecen y se camuflan en el capítulo de costes de la empresa mixta, cuyos beneficios suelen ser exiguos.

Desde la visión neoliberal, garantizar el acceso universal a servicios básicos de interés general, como los de agua y saneamiento, vinculados a derechos humanos y ciudadanos, se considera un ataque al libre mercado. Los ciudadanos pasan a ser clientes y los servicios de acceso universal tan sólo accesibles para quienes puedan pagarlos. Las presiones desrreguladoras sobre los países empobrecidos y en desarrollo, han supuesto desmontar sus endebles servicios públicos. Pero incluso en los países más desarrollados, las instituciones públicas se ven empujadas a privatizar los servicios básicos, como forma de aliviar su situación financiera, poniendo en cuestión el llamado estado del bienestar.

Dos son los principales argumentos empleados para justificar esas políticas privatizadoras:

  1. El sector privado aportará la inversión que la Administración Pública no puede hacer.
  2. La libre competencia inducirá eficiencia y un mayor control de los usuarios ejerciendo sus derechos como clientes.

Sin embargo, los grandes operadores transnacionales invierten escasos fondos propios en desarrollar redes e infraestructuras básicas, tal y como demuestra empíricamente el proyecto europeo de investigación PRINWASS, al hacer balance de los procesos de privatización en un amplio número de países. En países como Argentina, tras la privatización, las inversiones siguieron siendo mayoritariamente públicas, al considerar los operadores que invertir en infraestructura básica es de escasa rentabilidad. La privatización desbloqueó créditos del Banco Mundial que cargaron sobre la deuda pública aunque fueron gestionados por el operador privado.

Los incentivos de eficiencia que puede aportar la libre competencia, no se producen en este caso, dado que estos servicios, por su naturaleza, constituyen un “monopolio natural”. El proceso de privatización puede, a lo sumo, suscitar competencia “por el mercado”, pero no “en el mercado”. Es decir, una efímera competencia por la concesión, en concurso público, si no se produce una adjudicación directa. Pero una vez adjudicado, el servicio pasa a gestionarse en un régimen de monopolio privado, difícilmente revisable, bajo duras cláusulas de rescisión.

En la práctica, y aunque resulte paradójico, se reduce el nivel real de competencia. En efecto, desde la gestión pública, la adquisición de nuevas tecnologías, trabajos de mantenimiento etc..., se contratan acudiendo al mercado, donde compiten multitud de pequeñas y medianas empresas especializadas. Es lo que se conoce como el “mercado de inputs secundarios”. Sin embargo, cuando el servicio queda adjudicado a una transnacional, este mercado queda blindado a la competencia, adjudicándose los contratos de forma directa y sin concurso público a empresas del grupo, reduciéndose la competencia de mercado.

El argumento del control sobre el operador, ejerciendo cada cual sus derechos como cliente, tampoco funciona, pues tales derechos sólo pueden ejercerse si se puede cambiar de proveedor, cuestión imposible al tratarse de un monopolio natural.

La pretendida transparencia del mercado frente a la opacidad de la gestión pública también es un mito. El hecho de que en muchos casos la gestión pública sea burocrática y opaca no significa que tenga que serlo. Precisamente, el que sea pública permite exigir transparencia. Sin embargo, la empresa privada se ve legalmente protegida por el derecho a la privacidad en la información, reservándose la transparencia tan sólo para los principales accionistas. Por otro lado, el desproporcionado poder de estas transnacionales favorece el fenómeno conocido como “compra del regulador”.

Los problemas de opacidad administrativa, burocratismo e incluso corrupción, no se resuelven privatizando el servicio, sino democratizándolo. A nadie se le ocurriría proponer como solución a la corrupción de la policía, su privatización.

En la medida que no puede haber competencia en el mercado, por tratarse de un monopolio natural, se trata de impulsar la competencia a través de la información. El reto está en promover nuevos modelos de gestión pública participativa, que garanticen transparencia y una sana competencia a través de una información homogénea, comprensible y significativa que permita contrastar servicios análogos, en lo que se conoce como “benchmarking”.

Siguiendo el principio de participación pro-activa que establece la Convención de Aarhus, para privatizar este tipo de servicios, de los que dependen derechos ciudadanos e incluso derechos humanos, no debería bastar un simple acuerdo de pleno, sino exigirse, cuando menos, un amplio debate público que culmine en referéndum.