El agua-vida
El agua-vida, en funciones básicas de supervivencia, tanto de los seres humanos, como de los demás seres vivos, debe tener prioridad para garantizar el acceso de toda la población a cuotas básicas de aguas de calidad, como derecho humano, y la sostenibilidad de los ecosistemas.
Tras múltiples debates, en 2010, la Asamblea General de Naciones Unidas votó, a propuesta de Bolivia y sin ningún voto en contra (aunque sí con significativas abstenciones), el reconocimiento del acceso al agua potable y al saneamiento como un derecho humano. Un par de años antes, España y Alemania habían llevado al Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, con sede en Ginebra, análoga propuesta.
Cuando se habla del derecho humano al agua, no se habla de cualquier uso y de cualquier cantidad, sino de cuotas de agua potable y servicios básicos de saneamiento que garanticen una vida sana y digna. Cuotas mínimas de agua-vida que, en la medida que se consideran en el ámbito de los derechos humanos, deben ser accesibles a todos desde criterios de máxima prioridad y eficacia. En este caso, no se trata de maximizar la eficiencia, guía por excelencia de la racionalidad económica tradicional, sino la eficacia. Estamos ante valores que no deben comprarse ni venderse, sino garantizarse bajo la responsabilidad del conjunto de la sociedad, representada por el Estado y en última instancia, a escala internacional, por Naciones Unidas, que es quien decide y establece la vigencia de los derechos humanos.
No debemos perder de vista que los 30 litrosde agua potable por persona y día, que suelen tomarse como referencia del mínimo vital necesario para una vida digna, supone apenas el 1% del agua que usamos en la sociedad actual. No hay argumento que justifique que 1000 millones de personas no tengan garantizado el acceso a esa cantidad de agua potable. La pretendida falta de recursos financieros resulta inaceptable como razón, incluso para gobiernos de países empobrecidos; y más aún, lógicamente, para gobiernos de países ricos e instituciones internacionales como el Banco Mundial (BM). Al fin y al cabo, la fuente pública, potable y gratuita, en la plaza, cerca de casa de todo el mundo, fue garantizada en muchos países cuando eran realmente pobres y ni siquiera existía el BM. El reto no fue propiamente financiero, sino político, en el sentido “aristotélico” y noble del término. En definitiva, se asumió la responsabilidad pública de garantizar el agua potable y gratuita en la fuente pública, desde el máximo nivel de prioridad; antes incluso que alumbrar o asfaltar calles y carreteras; por no hablar de gastos suntuarios y presupuestos militares.
En el ámbito del agua-vida debe ubicarse también el agua necesaria para garantizar la suficiencia y la soberanía alimentaria, especialmente de las comunidades más vulnerables. En muchos casos se trata de derechos ancestrales sobre el territorio y los ecosistemas acuáticos, que deben protegerse de forma rigurosa en el ámbito también de los derechos humanos, en la medida que de ellos dependen actividades agropecuarias y pesqueras esenciales para la supervivencia de esas comunidades.
Por último, en esta categoría del agua-vida, deben incluirse también los caudales necesarios, en cantidad y calidad, para garantizar la sostenibilidad de los ecosistemas acuáticos y sus entornos. De hecho, es imposible garantizar nuestra existencia al margen de la del resto de seres vivos. Ciertamente, en este caso no hablamos del 1% del agua que derivamos de ríos y acuíferos, sino de caudales ecológicos de un orden de magnitud muy superior, así como de notables esfuerzos para preservar la calidad del agua y conservar los hábitats acuáticos. Por ello, asumir esos caudales como agua-vida, en ese nivel de máxima prioridad que merecen los derechos humanos, puede suscitar dudas. Sin embargo, debemos tener en cuenta que la principal razón por la que 1000 millones de personas no tienen garantizado el acceso al agua potable radica justamente en la quiebra de la sostenibilidad de esos ecosistemas acuáticos. La inmensa mayoría de esas personas viven a orillas de un río, de un lago, junto a una fuente o sobre un acuífero del que pueden extraer agua a través de pozos. El problema radica en que hemos quebrado la salud de esas fuentes naturales, que motivaron el asentamiento de nuestros antepasados, provocando que, donde antes se podía beber, hoy la gente enferme y se intoxique.
Desde hace tiempo, Naciones Unidas debate también sobre la llamada tercera generación de derechos humanos: es decir, derechos colectivos de los pueblos, como el derecho a la paz, al territorio y a un medio ambiente saludable. Se trata, en suma, de plantearnos si parece aceptable, desde una perspectiva ética, que disfrutar de ríos vivos sea cosa de personas ricas y que las pobres deban conformarse con ríos cloaca.
En la Unión Europea, la Directiva Marco del Agua sitúa la recuperación y conservación del buen estado de ríos, lagos, humedales y acuíferos como una prioridad y como una restricción a los diversos usos productivos del agua. Tan solo las aguas de boca, que raramente pueden llegar a poner en cuestión la sostenibilidad de los ecosistemas acuáticos, se sitúan en un nivel de prioridad superior.
Hoy, más allá del reconocimiento de este derecho en las constituciones de cada vez más países, como Bolivia, Ecuador o Uruguay; se empiezan a legislar medidas concretas que permiten hacerlo efectivo para todos y todas, como la de establecer un mínimo vital gratuito para las familias y barriadas más pobres en el orden tarifario de ciudades como Bogotá.
El agua-ciudadanía
El agua-ciudadanía, en actividades de interés general de la sociedad, garantizando funciones de salud y cohesión social, como los servicios urbanos de agua y saneamiento, debe situarse en un segundo nivel de prioridad, en conexión con los derechos de ciudadanía, vinculados a los correspondientes deberes ciudadanos.
Disponer de servicios domiciliarios de agua y saneamiento supone un salto cualitativo respecto a la simple fuente pública, garantía de acceso a esos 30 litros por persona y día que suelen tomarse como referencia del derecho humano al agua potable. En un hogar medio de cualquier ciudad usamos entre 100 y 120 litros/persona/día, lo que nos permite una calidad de vida que debe ser accesible a todos. Son servicios que hacen emerger valores y objetivos de equidad, cohesión social y salud pública que se consideran de interés general de la sociedad en su conjunto. Valores vinculados al concepto de ciudadanía que entran de lleno en el espacio de lo que debe considerarse “res pública”, “cosa de todos y todas”, y que no deben suscitar lucro a través de la lógica del mercado, sino ser gestionados bajo responsabilidad comunitaria o pública desde la lógica del interés general.
Si bien en su momento, disponer de agua corriente y saneamiento en casa fue cosa de personas ricas, hoy existe un sólido consenso en que tales servicios deben ser accesibles a todas, ricas y pobres. Aunque esta perspectiva de acceso universal nos podría llevar a incluirla en el espacio de los derechos humanos, parece más adecuado situarla en el espacio de los derechos ciudadanos. Derechos humanos y derechos ciudadanos no son categorías dogmáticas, preestablecidas; sino construcciones sociales que deben suscitar en cada momento el necesario consenso social. Aunque, tanto los derechos humanos como los derechos ciudadanos deben ser accesibles a todo el mundo, existen diferencias importantes, diferencias que se sitúan principalmente en el terreno de los deberes. Los derechos humanos no se vinculan con deber alguno, más allá del “deber” de estar vivo y querer seguir estándolo. Sin embargo, los derechos ciudadanos deben vincularse a los correspondientes deberes de la ciudadanía.
Diseñar este juego de derechos y deberes es políticamente complejo. Las instituciones públicas, al tiempo que garantizan estos derechos de ciudadanía, deben establecer los correspondientes deberes ciudadanos. Si se quieren garantizar servicios domésticos de agua y saneamiento de calidad y de acceso universal, es fundamental, entre otras cosas, diseñar modelos tarifarios que garanticen una adecuada financiación, que alienten la responsabilidad ciudadana y que incentiven un uso eficiente de los mismos. En una sociedad compleja como la actual, garantizar ese acceso universal a servicios domésticos de calidad, al tiempo que se minimiza el impacto ecológico sobre los ecosistemas acuáticos, constituye un reto de envergadura que exige promover actitudes individuales y colectivas responsables y solidarias. Para ello será útil diseñar modelos tarifarios basados en criterios de equidad y justicia redistributiva. Por ejemplo, un sistema tarifario por bloques de consumo, con precios crecientes, puede garantizar la recuperación de costes que se estime adecuada desde criterios sociales redistributivos. El primer bloque de 30 o 40 litros por persona y día podría incluso ser gratuito, al menos para quienes estén por debajo del umbral de pobreza (“mínimo vital gratuito”). El siguiente escalón, de 100 litros, debería pagarse a un precio asequible. Pero en sucesivos escalones, el precio se debería elevar de forma contundente, de manera que los usos excesivos e incluso suntuarios (jardines, piscinas, etc.) acaben generando una subvención cruzada, de quienes más consumen hacia quienes tienen dificultades para pagar.
En este caso, a diferencia del agua-vida, donde la lógica económica no tenía nada que aportar, se proponen criterios de racionalidad económica que, sin embargo, no son propios de la lógica de mercado. De hecho, en el mercado, si un kilo de manzanas cuesta 1,5 euros, con frecuencia nos ofrecerán 2 kilos por menos de 3 euros. Se trata de estrategias que incentivan el consumo, apoyándose en las llamadas economías de escala, para, en última instancia, incrementar la rentabilidad del negocio. El modelo tarifario propuesto asume justamente criterios opuestos, pues no persigue hacer un buen negocio, sino ofrecer un buen servicio público de acceso universal desde la perspectiva del interés general.
Sin embargo, desde la lógica neoliberal, este tipo de servicios se ha perfilado como un espacio de negocio apetecible que motiva poderosas presiones de desregulación y privatización del sector. De entre las diversas estrategias, destaca, sin duda, la conocida como el “modelo francés de privatización” basado en la pretendida colaboración público-privada. La estrategia, que es sumamente sofisticada, no es menos efectiva. Se promueven empresas mixtas con mayoría pública, a las que se concesiona el servicio por largo periodos (40 o 50 años), pero garantizando una cláusula por la cual el socio minoritario (privado), en nombre de la complejidad tecnológica y de gestión de este tipo de servicios (“know how”, “savoir faire”…), se hace cargo de la responsabilidad gestora. De esta forma, el control del negocio se garantiza, no desde la mayoría accionarial, sino desde el monopolio de la información. Otra cláusula, especifica la responsabilidad del gestor privado para decidir proveedores, tecnologías, contratas y subcontratas, de forma que se blindan los llamados “mercados de inputs secundarios”. Se dejan de convocar concursos públicos y se adjudican compras y contratos a las empresas del grupo del socio privado transnacional. De esta forma, paradójicamente, en nombre de la “libertad de mercado”, desaparece la competencia en el mercado, lo que permite grandes beneficios que no emergen en el capítulo de beneficios de la empresa mixta (que suelen ser exiguos), sino que se esconden en el apartado de costes de dicha empresa.
El hecho de que, en muchos casos, la gestión pública haya sido oscura, burocrática, ineficiente e incluso, en ocasiones, corrupta, suele usarse para justificar la privatización de estos servicios. Si se dieran problemas de corrupción en la policía municipal, la solución de privatizarla no parecería la adecuada. Se debería depurar y reorganizarla, garantizando la transparencia y el control ciudadano sobre ella. Si hay corrupción en la administración pública, privatizar los servicios llevará a realimentar esa corrupción con el dinero de las empresas privadas. La solución está en promover nuevos modelos de gestión pública participativa, garantizando la transparencia y el control ciudadano sobre estos servicios básicos de interés general.
El agua-economía
El agua-economía, en funciones de carácter productivo, debe reconocerse en un tercer nivel de prioridad, en conexión con el derecho de cada cual a mejorar su nivel de vida. Ésta es la función de la que se derivan los principales problemas de escasez y contaminación.
La mayor parte de los caudales extraídos de ríos y acuíferos no se dedica a garantizar derechos humanos, ni a sustentar servicios de interés general, sino a actividades productivas. El sector agrario utiliza por encima del 70%; mientras el sector industrial y el de servicios usan en torno al 20%. Se trata de actividades que buscan satisfacer la legítima aspiración de cada cual a mejorar su nivel de vida. Podría incluso hablarse del derecho legítimo, bajo ciertos límites, a enriquecerse. Pero obviamente, tal legitimidad no puede vincularse al ámbito de los derechos humanos y derechos ciudadanos. Desde un punto de vista ético, tales usos deben gestionarse desde un tercer nivel de prioridad, por detrás del agua-vida y del agua-ciudadanía; al tiempo que, no se puede justificar la contaminación de un río, argumentando que se impulsa el desarrollo económico.
En coherencia con su función y su fundamento ético, el agua-economía debería regirse desde criterios de responsabilidad y racionalidad económica. Cada persona usuaria debería responder ante la sociedad de los costes que exige la provisión del agua que usacoste de oportunidadn sí mismo,non negocio, sinoso universal a tales servcios.+Independiente, la Profesora Catarina de Albuquer; pero además, en la medida que haya escasez, debería afrontar el llamado coste de oportunidad, que no es sino el coste derivado de esa escasez. En el ámbito del agua-economía se debería imponer pues el principio de recuperación de costes: costes financieros (amortización de inversiones, mantenimiento, gestión…), costes ambientales y coste de oportunidad en situaciones de escasez.
En este ámbito no existen razones que justifiquen subvenciones directas ni cruzadas; de la misma forma que no se le subvenciona la madera al carpintero. Por otro lado, la escasez de agua para el crecimiento económico no puede seguir entendiéndose como una desgracia que evitar, cueste lo que cueste, con cargo al erario público; debe afrontarse como una realidad ineludible, antes o después, para gestionar desde criterios de racionalidad económica. Desde nuestra ambición desarrollista, hacemos escaso lo abundante, pequeño el planeta, vulnerable la inmensidad de los océanos, insuficiente la capacidad de la atmósfera y, desde luego, escasa el agua dulce de ríos, lagos y acuíferos. En cualquier caso, no debemos olvidar que la escasez es una característica inherente a cualquier bien económico, por definición útil y escaso. Se trata en definitiva de aplicar criterios de responsabilidad y racionalidad económica al uso económico del agua que, no olvidemos, tiene por objeto generar beneficios, a través de las relaciones de mercado que rigen las actividades productivas en las que se usa el recurso en cuestión.
En todo caso, no todas las actividades productivas son de carácter lucrativo. Para muchas comunidades vulnerables, las actividades agropecuarias y pesqueras son esenciales para su suficiencia y soberanía alimentaria. Tales usos deben protegerse, como derechos vinculados a la categoría ética del agua-vida.
También existen actividades económicas que, aun siendo lucrativas, merecen considerarse, en una u otra medida, como actividades de interés general, por generar beneficios sociales o ambientales, interesantes para la sociedad, pero no valorados por el mercado. Pero desgraciadamente, el argumento del interés general se ha manipulado tanto de forma interesada, que es preciso revisarlo en profundidad. Se ha venido usando para justificar grandes inversiones en obras hidráulicas, desde estrategias “de oferta” que han quedado desfasadas. A pesar de ello, los poderosos grupos económicos vinculados a este tipo de proyectos, siguen manipulando este concepto desde perspectivas sesgadas que no reflejan el interés general de la sociedad actual. También se manipula el regadío, presentado como una actividad de interés general, mitificando su vinculación con la preservación del tejido rural, mientras crece la importancia relativa del agro-negocio, en grandes explotaciones extensivas mecanizadas, o bien en modernas explotaciones intensivas, como la producción bajo plástico. Crece también la proporción de explotaciones agrarias gestionadas a tiempo parcial, como actividad secundaria, mientras la proporción de la explotación familiar agraria decrece día a día. Distinguir cuando menos estos tres tipos de explotación permite discernir los valores sociales en juego. Resulta difícil justificar el regadío del agro-negocio como una actividad de interés general. Aún aceptando como legítimas las fincas de la empresa Ebro-Puleva, de los Hermanos Mora-Figueroa Domecq o de Hernández Barrera, entre otros, no parece razonable que reciban de la Unión Europea respectivamente 20, 3,6 y 2,4 millones de euros al año, además de agua subvencionada para el riego. También resulta difícil justificar el interés general de regadíos explotados como una actividad secundaria por propietarios que generalmente ni siquiera viven en el medio rural.
Las explotaciones como actividad secundaria representan hoy una proporción significativa del regadío existente o en expectativa. Por ejemplo, según datos publicados en 1998 por el Profesor Carles Genovés (Universidad Politécnica de Valencia), en el fértil naranjal valenciano, más de la mitad de la superficie correspondía a propiedades de menos de 0,2 hectáreas, explotadas como actividad secundaria. En el proyecto de Itóiz-Canal de Navarra, según mis estudios en los años 2000, de las 7000 explotaciones expectantes de riego, apenas 200 tenían más de 20 hectáreas; lo que implica que apenas un 3% de los regantes expectantes se dedicaban como actividad principal a la agricultura.
Es necesario establecer criterios sociales y ambientales que delimiten qué explotaciones merecen hoy ser consideradas como actividades económicas de interés general. Consolidar el tejido rural, con sus valores sociales, culturales y paisajísticos, o perseguir ciertos objetivos ambientales, serían argumentos de interés general para una sociedad con graves problemas de congestión urbana. Sería pues razonable proteger el regadío de explotaciones familiares que desarrollen buenas prácticas agroambientales. Sin embargo, sería conveniente reflexionar sobre cómo hacerlo induciendo al tiempo buenas prácticas. En el caso del regadío, sería preferible subvencionar directamente esas actividades productivas, en lugar de subvencionar indiscriminadamente el agua. Así, con el mismo coste para la hacienda pública, se induciría un uso más eficiente y responsable del agua.
El agua-delito
Cuando hablamos de agua-delito,nos referimos a usos productivos ilegítimos, por sus impactos, que deben ser ilegalizados, perseguidos y evitados.
Según avanzamos en la senda del agotamiento de recursos naturales, emerge con mayor fuerza la necesidad de controlar la codicia humana, caracterizando determinados usos económicos del agua como “agua-delito”. En la medida que se desbordan los límites de la legitimidad, al poner en riesgo la salud y el bienestar del conjunto de la sociedad, la clave no está en pagar más o menos, sino en prohibir esas actividades y aplicar la ley de forma estricta.
En este campo del agua-delito deben incluirse los caudales usados en actividades como la minería de oro a cielo abierto, con cianuro, que contamina cada vez más cabeceras fluviales en todo el mundo, dejando para siempre relaves mineros (balsas y presas, a veces de gran dimensión) de alta toxicidad que, tarde o temprano, contaminan acuíferos y ríos por lixiviación, filtraciones o desbordes Por no hablar de los riesgos de colapso de esas presas por razones geotécnicas o fenómenos sísmicos. El hecho de que ya no existan vetas de oro en el mundo, hace que pase a ser rentable dinamitar montañas enteras, destruyendo lagunas, humedales y acuíferos, para obtener poco más de un gramo de oro por tonelada de material molido, a base de regar con cianuro las enormes “canchas de lixiviado” donde se expande el material dinamitado.
El progresivo agotamiento de las grandes bolsas de hidrocarburos hace también rentable la explotación de yacimientos residuales, mediante la llamada “fractura hidráulica”. Esta técnica, conocida también por el término inglés “fracking”, supone inyectar al subsuelo grandes cantidades de agua a presión con arena y diversos químicos de alta toxicidad (benceno, plomo y una larga lista de productos cancerígenos) para liberar el gas natural residual existente en determinadas rocas a gran profundidad. El hecho de que esas aguas tóxicas queden fuera de control las hace sumamente peligrosas, habiéndose registrado ya graves casos de contaminación de acuíferos usados para abastecimiento.
Cada vez más países van optando por ilegalizar tecnologías peligrosas, como las citadas, de igual forma que se ilegalizan pesticidas y productos químicos que se demuestran peligrosos para la salud pública.
En 2010, el Parlamento Europeo votó por abrumadora mayoría una proposición no de ley, instando a la Comisión Europea la ilegalización de la minería del cianuro y del mercurio en toda la UE. Los estados norteamericanos de Montana y Wisconsin, la República Checa, Hungría y otros países han prohibido ese tipo de minería.
El “fracking” ha sido prohibido en Francia, Bulgaria y en el estado de Vermont (EEUU); al tiempo que se han declarado moratorias en Canadá, República Checa, Alemania, Irlanda del Norte y Países Bajos, así como en varios Estados como Nueva York, en EEUU.
Desgraciadamente, la brutal subida de precios que se viene produciendo en el mercado internacional de estos recursos genera enormes intereses y presiones económicas demoledoras sobre los gobiernos de países empobrecidos o en desarrollo que acaban amparando proyectos brutales que atentan contra los derechos humanos de las comunidades afectadas. En apenas una década, por ejemplo, el precio del oro se ha multiplicado casi por 10, pasando de 300 a 2000 dólares la onza.
De igual manera, contaminar un río por actividades industriales o por el uso masivo de pesticidas en la agricultura, bajo la justificación de que se impulsa el desarrollo económico y se crean puestos de trabajo, debe considerarse una inmoralidad, o incluso un crimen, especialmente si se pone en peligro la salud pública, como ocurre a menudo.
Incluso la sobreexplotación de ríos y acuíferos para proveer caudales a actividades productivas, debe prohibirse por ley, como exige en la UE la Directiva Marco del Agua, en la medida que se afecta al bienestar de la sociedad en su conjunto, con impactos que pueden llegar a ser irreversibles o reversibles a muy largo plazo, como ocurre en muchos acuíferos sobreexplotados, por fenómenos de salinización o de compactación del sustrato poroso.