¿Por qué los debates, los conflictos, las movilizaciones, las pasiones en torno al agua son frecuentemente más enconados que los que se refieren a otros aspectos de la vida social? La respuesta tiene mucho que ver con el valor simbólico, cargado de significados culturales, del agua, con su presencia en todas las actividades sociales, productivas o lúdicas, con su función básica en los sistemas naturales, independientemente de su abundancia o escasez relativa, y con las implicaciones de todo esto en el reparto de costes, beneficios y cuotas de poder. Pero también tiene que ver con el hecho de que el agua precipita, fluye, se utiliza y se vierte por toda la superficie de la tierra. Cualquier actividad, aunque no tenga un objetivo hidráulico directo, influye sobre su generación y circulación: roturar o reforestar un monte, el cambio de tipologías residenciales, una autopista o el aparcamiento de una gran superficie comercial, por ejemplo; por no hablar de la expansión de regadíos o el cambio de técnicas de riego, la implantación de nuevas industrias o el crecimiento de las actividades turísticas. Discutir sobre política de agua significa poner en discusión las formas de ocupación del territorio que subyacen y condicionan el modelo de desarrollo en vigor en cada momento. De ahí, la complejidad y la profunda significación territorial del debate sobre el agua.

En realidad, la política de aguas todavía vigente intenta compatibilizar dos contenidos opuestos. Por una parte la tradición del agua como elemento de desarrollo básico, productor de alimentos, de abastecimientos de poblaciones y su papel como legitimación de poder político. Es lo que ha significado el paradigma hidráulico tradicional en España pero también, con formas específicas en cada caso, en otros lugares como en el oeste de los EEUU o en Israel, por ejemplo. El paternalismo estatal, la subvención pública y la ausencia de criterios de rentabilidad económica han sido algunas de sus claves. En términos generales, el Pacto del Agua de Aragón (1992) o el regadío extensivo de las cuencas del Guadiana y Guadalquivir, por ejemplo,  se sitúan en esta línea. Pero junto a este componente, aparece otra estrategia que no renuncia a los beneficios del dinero público y del agua barata, pero que tiene una nueva lógica: la potenciación de las actividades productivas asignadas a cada territorio por el mercado mundial, asumiendo criterios de competitividad. Sin renunciar a los beneficios del proteccionismo tradicional, este sector incorpora, interpretándolos a su favor, los nuevos mecanismos técnicos (eficiencia) e institucionales (privatización, mercados del agua). Se trata, básicamente, del complejo agro-industrial y del sector del ocio y turismo del conjunto del litoral mediterráneo y del sudoeste peninsular.

En este contexto, el cuestionamiento de las subvenciones perversas (dinero público para seguir extrayendo agua con grandes impactos ambientales y sociales con la que aumentar la producción agrícola subvencionada) sigue siendo una prioridad básica. Pero cada vez es más importante el eje emergente de los usos con mayores niveles de eficiencia, competitividad y proclividad para el mecanismo de mercado, aunque (o por eso mismo) no menos  basados en la sobreexplotación de recursos naturales y de la fuerza de trabajo. En este caso, el problema central no es de capacidad de pago del recurso agua, sino de capacidad de carga del territorio que soporta estas actividades.

Desde la lógica de la gestión pública –previsión y dirección de los procesos de generación, distribución y asignación del agua, además de su protección, por las administraciones públicas– durante los últimos años se va reforzando la idea de que la gestión racional del agua no puede entenderse más que como un instrumento al servicio de una estrategia de sostenibilidad territorial explícita; que las demandas y disponibilidades de agua de cada cuenca sólo pueden fundamentarse en el diagnóstico y la consiguiente estrategia explícita de utilización sostenible del territorio. Esto es cierto para la gestión de cualquier recurso básico (energía, por ejemplo), pero en el caso del agua, por su presencia en todas las actividades de la producción y reproducción social y por su especial dimensión simbólica y cultural, la gestión integrada en el territorio se hace aún más imprescindible.

Muchos autores, procedentes de disciplinas y de campos de actividad muy diferentes, han coincidiendo hace tiempo en esta idea. Así, por ejemplo, lo expresa el economista Federico Aguilera Klink: “... No hay gestión del agua sin gestión del territorio, de la misma manera que no nos apropiamos sólo de recursos sino de ecosistemas. Así pues, se trataría de estudiar el funcionamiento de cada cuenca hidrográfica y de las opciones de ocupación del territorio y de los estilos de vida que sean compatibles con el funcionamiento de esas cuencas” (Aguilera 1997, p. 10). Por su parte, el biólogo Francisco Díaz Pineda dice: “España no es un país sin suficientes canales y embalses. Es un país sin suficientes planificadores del territorio. La gestión del agua debiera ser la gestión de las tramas de relaciones territoriales en las que esta interviene” (Díaz Pineda 2000). Una idea que también sostiene el ecólogo Narcis Prat en un texto expresivamente titulado “La Nueva Cultura del Agua y la gestión y ordenación del territorio” (Prat, 2002). Juan López Martos, ingeniero de caminos, coincide en que: “(...) Parece necesario tener en cuenta esta estrecha relación entre agua y territorio, tanto desde el punto de vista de la planificación como desde el de la gestión, de forma que lleguemos no sólo a la gestión integral del agua por cuencas hidrográficas, como hoy está admitido casi universalmente, sino a la gestión conjunta de ambos” (López Martos 2000, p. 46).

Como decía Alfredo Barón, director del estudio del Plan Hidrológico de Baleares: “La realidad es que técnicamente todo se puede resolver: si falta agua, se puede construir, como algunos pretenden, nuevas desaladoras, y si para su funcionamiento hace falta energía, se pueden construir nuevas estructuras. Al final, se trata de un problema de inversión y de decisión. Pero lo que no se puede ampliar es el territorio, sobre este recurso no se puede actuar técnicamente, no se puede sustituir ni ampliar. Por lo tanto, se puede decir que no hay un problema de agua o un problema de energía; lo que al final se presenta es un problema básico de ordenación del territorio”.

Sin embargo, el contraste entre el papel que se asigna a la ordenación del territorio para la reorientación del modelo de crecimiento y la realidad del desarrollo de esta función en la actualidad es notable. En esa asignación subyace la concepción de una ordenación del territorio como función política-administrativa fuerte, con contenidos económicos, sociales y ecológicos potentes. Una concepción que no se refleja en la realidad de su desarrollo desigual, incompleto y dependiente. En realidad, la ordenación del territorio presenta una gran debilidad respecto de las políticas sectoriales sólidamente implantadas en una administración históricamente estructurada de acuerdo con criterios precisamente sectoriales.

Para hacer frente a las demandas de modelo territorial de referencia que hacen los que critican el déficit territorial de la planificación hidrológica, es necesario plantearse la posibilidad de que la ordenación del territorio se reoriente hacia ese modelo de función política-administrativa fuerte que subyace a tales demandas. Pero por encima de todo, el problema se centra en la necesidad de una voluntad política de reconducción de las dinámicas territoriales dominantes. Esto implica el avance en la sociedad y el impulso institucional a nuevos valores y objetivos sociales consistentes con modelos de desarrollo más adaptados a los límites de los recursos. En su ausencia, los instrumentos de ordenación del territorio, incluso fortalecidos conceptual y administrativamente, no harían sino introducir algún elemento de orden espacial, lo que no es poco, en los procesos de crecimiento insostenible vigente. A ese gran cambio social que significa la transición a la sostenibilidad pretende contribuir, desde este sector fundamental de los recursos hídricos, lo que ha dado en llamarse Nueva Cultura del Agua.