La relación que establece la sociedad con el agua pone de manifiesto el modelo de relación de esa sociedad con la naturaleza y también entre los miembros que conforman esa sociedad. En las sociedades modernas el discurso dominante en la política del agua se refiere al agua meramente como recurso hídrico o recurso hidráulico, desvinculándola de su contexto territorial y abstrayéndola, por tanto, de su intrínseca relación con los ecosistemas y el ciclo hidrológico así como de su vinculación con los pueblos que habitan y dependen de esos ecosistemas. Esta conceptualización del agua como recurso apropiable, escindido del territorio, materializa una relación de dominación del ser humano sobre la naturaleza y sobre los otros, facilitada por el avance tecnológico y la mercantilización del agua al servicio de los intereses de los grupos que detentan el poder económico y político en cada momento, y que definen los objetivos de la sociedad en base a fines instrumentales de perpetuación de las relaciones de poder, de crecimiento económico e, incluso, de expansión financiera. En este contexto, el agua es una mercancía y los ecosistemas acuáticos, fuertemente intervenidos por obras de acumulación y transporte de agua -para maximizar su extracción o transformación en energía eléctrica-, devienen partes de un sistema de explotación hidráulica. En tanto que mercancía, el valor del agua es el valor de su escasez socialmente construida -en la medida en que el agua es apropiada por un agente, se convierte en escasa para los demás, que no tienen derecho a su uso o que han de adquirirlo- y su gestión se encamina a maximizar su obtención, perdiendo de vista que su disponibilidad futura, incluso como recurso, depende de los ecosistemas y de la salud de éstos a largo plazo.
Bajo la égida del productivismo cortoplacista en que se ha traducido la idea de progreso social durante los últimos siglos, la creciente capacidad técnica y tecnológica del ser humano para intervenir los ciclos naturales ha generado crecientes problemas socioambientales. Así la sociedad del siglo XXI se ha configurado como una sociedad del riesgo, que pone en riesgo la viabilidad ecológica del planeta y, por ende, de las personas que lo habitamos y que lo habitarán en el futuro.
En este contexto de producción acelerada de riesgos -contaminación; agotamiento de recursos naturales; pérdida de biodiversidad; alteración de los ciclos hidrológicos, de nutrientes, de sedimentos, atmosféricos; alteración del clima; incremento de la vulnerabilidad social frente a cambios ambientales, tecnológicos, económicos y sociales- emergen modelos alternativos de relación sociedad-naturaleza y en el seno de la sociedad. Con respecto al agua, estos modelos parten de una reformulación de la percepción del agua y de su importancia social, muchas veces en consonancia con las funciones de interés social del agua que se han ido deteriorando o perdiendo. Estos modelos alternativos de percepción y relación con el agua parten de una visión ética, integral y multifuncional del agua:
- El agua es fuente de vida: el agua es necesaria para la vida digna de las personas y el mantenimiento y evolución de los ecosistemas y la biodiversidad.
- El agua es un recurso renovable, pero su disponibilidad es limitada en el tiempo y en el espacio: la disponibilidad de agua para usos humanos depende de la salud de los ecosistemas por los que transcurre, y éstos a su vez se ven afectados por las presiones e impactos que las actividades humanas ejercen sobre ellos -extracciones, canalizaciones, regulación de caudales, vertidos contaminantes, extracción de gravas, etc. - muchas de las cuales son acumulativas e, incluso, irreversibles.
- El agua configura el territorio: el agua está íntimamente vinculada al territorio por el que transcurre, al cual modela dando lugar a valles, ríos, lagos, bosques, llanuras aluviales, estuarios, etc.
- El agua configura el paisaje y el espacio vital: la abundancia o escasez de agua en un territorio configura paisajes característicos y da lugar a prácticas en el manejo y organización del uso del agua concretas en las sociedades asentadas en cada territorio. Configura además el espacio vital de la sociedad no sólo desde el punto de vista de la supervivencia material sino también desde la perspectiva emocional.
- El agua es un elemento de referencia de la identidad cultural de los pueblos: los paisajes de agua así como las experiencias vividas en torno al agua configuran una parte importante de la identidad cultural de las personas y de los pueblos que se manifiesta como referencia territorial y vivencial a través de la idiosincrasia popular, las festividades, la toponimia, las expresiones artísticas, la ritualidad o las experiencias lúdicas.
- El agua no es sustituible: si bien se han desarrollado infraestructuras que permiten la obtención artificial de agua dulce, la multiplicidad de funciones ecológicas, sociales y económicas que prestan los ecosistemas acuáticos de agua dulce son insustituibles. El deterioro o la desaparición de un ecosistema no afectará sólo a la generación actual sino que lo hará también a las generaciones futuras. Por ello, en la balanza de la equidad debe pesar la precaución.
Por ello estos modelos alternativos de percepción y relación con el agua la conceptualizan como un bien común -que pertenece al conjunto de la sociedad y que por tanto ha de ser gestionado en beneficio de la calidad de vida del conjunto de la sociedad, incluyendo a las generaciones futuras- y como un patrimonio común –que pertenece al conjunto de la sociedad y debe ser conservado a largo plazo, para que la generación presente pueda disfrutar equitativamente de los beneficios que genera y lo puedan seguir haciendo las generaciones futuras. Ello implica que la gestión del agua ha de estar basada en una responsabilidad compartida que requiere a su vez transparencia en la información -tanto de fines como de medios- y mecanismos participativos efectivos en toma de decisiones (democracia deliberativa) que incluyan a todos los interesados y tengan en cuenta también los intereses de las generaciones futuras.