Los ríos, con sus cauces, riberas y sotos, son ecosistemas sujetos tanto a los cambios derivados de su propia dinámica natural como también, de manera muy importante, a aprovechamientos por parte del hombre. Son ámbitos de prolongada presencia humana que a lo largo de milenios han sufrido, de forma directa o indirecta, el impacto de actividades económicas de distinto tipo que han repercutido en su  evolución morfológica e incluso hidrológica. 

Los ecosistemas fluviales son muy dinámicos y complejos, y en ellos convergen aspectos ambientales, económicos y culturales. Su relación con el agua es la que conforma su dinámico paisaje y se da un equilibrio entre la activa dinámica fluvial y la evolución contrapuesta: la de la vida en torno al río, que continuamente parece empeñarse en reparar las consecuencias de la primera. Así, la influencia de la vegetación es tan o más poderosa que la influencia de la hidrología (Bastida 2000).  Valga como ejemplo de esta “pugna” el efecto que la presencia de vegetación en las riberas ejerce contribuyendo a estabilizar la geometría del cauce, protegiéndolo de la erosión y disminuyendo considerablemente el arrastre de sedimentos.

Las diferentes sociedades ribereñas han convivido con estos procesos naturales a lo largo de los siglos, pero más recientemente los procesos de puesta en valor del territorio han superado, en numerosas ocasiones, las posibilidades de acogida del medio. Esto último ha generado una dinámica de presión, alteración y apropiamiento de espacios que potencialmente pueden ser ocupados por las aguas sin que se haya tenido presente el carácter variable que tienen a lo largo del tiempo los sistemas fluviales. La vegetación de las  riberas y sotos y la creación de islas y playas tienden a limitar los caudales circulantes sobre el lecho principal favoreciendo que parte de la crecida se desborde e inunde. Es decir propiciando el trueque de avenida a desbordamientos y rebajando su peligrosidad. Este equilibrio acción—dinámica de los elementos vivos en el río—, y destrucción—dinámica hidráulica pura—, se ha roto con esta tendencia antrópica de no respeto al territorio fluvial y los procesos que en él se dan.

¿Por qué son necesarias las crecidas de los ríos?

El río es un sistema vivo que cumple unas funciones ecológicas fundamentales a la vez que ofrece unos servicios ambientales de vital importancia. Dichos servicios ambientales se pueden considerar, tal y como establece el informe Millenium Ecosystem Service (MEA 2005), como servicios de suministro (el recurso agua en sí mismo), servicios de regulación (prevención de inundaciones), servicios culturales (paisaje, humanismo, usos históricos, usos lúdicos, funciones evocativas…) y servicios de soporte (el transporte de sedimentos sólidos). No es motivo de esta área temática redundar en estos aspectos, que se desarrollan convenientemente en otros artículos de esta misma área temática de la Guía. Por resumir podríamos decir que el  río posee un inmenso potencial como garante de una protección difusa de los ecosistemas adyacentes, suministrándoles refugio, nichos, vías de penetración, nexo y establecimiento de competencia (comunicando, en definitiva), conectando la vega con el acuífero, y manteniendo lo más alto posible el nivel freático.

Sin embargo, la función primigenia de un río es desaguar el agua que cae en su cuenca. Como la de un tejado desaguar al que cae sobre la casa a la que ampara. Así, las redes fluviales son los sistemas de drenaje natural del agua caída en sus cuencas hidrográficas, a la vez que estas últimas son importantes fábricas naturales de agua dulce del planeta. Cuando observamos preocupados la crecida de un río que amenaza con desbordarse, pocas veces hacemos esa reflexión. ¿Cómo, sino es a través del río y toda su red de regatas y barrancos, desalojamos las lluvias que, por citar un caso reciente cayeron en el pirineo en Octubre del 2012 y que dejaron cantidades de 200 a 300 l/m2? Forzosamente por el Ebro en ese momento bajaban unos 450 m3/s, después de ese episodio de lluvias cuando en días anteriores bajaban 45 m3/s.

Los ríos, desde el cuaternario han estado cumpliendo esta misión. Por eso el propio funcionamiento natural del río tiende a limitar los caudales circulantes sobre el lecho principal, favoreciendo que parte de la crecida se desborde e inunde, por este orden, otros cauces, riberas y terrazas, provocando un tipo de inundación que, cuanto más nos alejamos del eje del río, más se parece a una mera inundación por precipitación. La crucial salvedad es que, en este caso (si la geomorfología del conjunto se conserva poco alterada), el volumen que anega, se infiltra y fertiliza la vega es a su vez un contingente que se resta al balance global del episodio de inundación.  Todo el complejo sistema fluvial procura que dicho trueque de avenida a desbordamiento se repita cuantas más veces, mejor. Es el mismo efecto benéfico que se produce cuando, de forma espontánea o provocada, se destruyen las denominadas “defensas” o motas que constriñen al espacio fluvial, y el río puede volver a hacer su verdadera función reguladora.

El gran motor de la dinámica fluvial son las crecidas. Un río sin crecidas es un río muerto. He aquí el principal impacto de los embalses: la eliminación o reducción de las crecidas naturales, constructoras de los cauces y de todo el sistema fluvial. Sin crecidas no es posible la dinámica geomorfológica y sin ésta y sin la libertad que la garantiza, el río ya no es un río y no es viable ningún ecosistema asociado.

Como explica el profesor Alfredo Ollero en varios de sus excelentes escritos, son precisamente las crecidas fluviales los mecanismos que tiene el río para limpiar periódicamente su propio cauce, cauce que sirve para transportar agua, sedimentos y seres vivos, y con su propia morfología, diseñada por sí mismo, y con la ayuda de la vegetación de ribera, es capaz de auto-regular sus excesos, sus crecidas. Las crecidas distribuyen y clasifican los sedimentos y ordenan la vegetación, y también lo limpian de especies invasoras y de poblaciones excesivas de determinadas especies, como las algas que han proliferado en los últimos años en tantos cauces. Cuantas más crecidas disfruten, mejor estarán nuestros ríos.

La realidad fuera del marco normativo

Durante los últimos años se ha producido un importante cambio en la legislación europea y nacional que aboga por un cambio en las políticas de prevención de las inundaciones (para más información ver el Tema Las inundaciones en la legislación). Históricamente estas políticas se habían basado en la construcción de infraestructuras hidráulicas para controlar el funcionamiento de los ríos y prevenir daños a bienes y personas A pesar del enorme esfuerzo inversor y de la gran cantidad de infraestructuras construidas, los daños se siguen produciendo (para más información ver el Tema Las víctimas y un somero análisis de la casuística). Por lo tanto la nueva legislación aboga por la recuperación de la laminación natural de las avenidas en las llanuras de inundación, recuperando así tanto los procesos naturales como los valores ecológicos dependientes de éstos, al tiempo que se previenen los daños causados por las inundaciones.

En el ámbito científico–técnico, los estudios y avances científicos avalan este cambio de enfoque. Sin embargo, en el ámbito socio-cultural prevalecen las inercias conceptuales ya que, como cita a menudo el profesor de hidrogeología Javier Martínez Gil, en las apreciaciones sobre los fenómenos hidrológicos raramente son aplicados los conocimientos científicos básicos ni el sentido común. Efectivamente, a pesar de que las culturas milenarias comprendieron y agradecieron la bondad fertilizadora de las inundaciones, sigue prevaleciendo una cultura tradicional según la cual se tiende a considerar las crecidas de los ríos como una patología que aparece de manera caprichosa y provoca que el río salga de su cauce e inunde irremediablemente sus  márgenes y vegas, una patología que hay que curar. Por otro lado, a pesar de los avances en educación ambiental, en los materiales didácticos disponibles (libros de texto principalmente), persiste un discurso desarrollista e intervencionista. La existencia de lagunas conceptuales es altamente perniciosa por favorecer el mantenimiento de las viejas ideas referentes al fenómeno de las inundaciones (Cuello 2011). Por último, la presencia de los ríos en los medios de comunicación está casi exclusivamente ligada a enfoques catastrofistas o de sucesos extremos y amenazas. En estas noticias, el agua y los ríos se tratan casi exclusivamente como problemas que hay que gestionar, como agentes hostiles y amenazantes que hay que dominar (Peñas 2011).

Por su parte, en los momentos de avenidas e inundaciones, las administraciones suelen jugar un papel cuando menos ambiguo y parcial. Habitualmente, la falta de comunicación oficial sobre las inundaciones por parte de las administraciones implicadas, deja que los medios de comunicación lideren el mensaje. Así se suele enfocar el fenómeno como algo evitable y predecible, que ha afectado a numerosos bienes y ha producido cuantiosos daños económicos. Se magnifica el impacto de las inundaciones y se distorsiona el origen y la causa del problema en base a enfoques parciales, reduccionistas y simplistas que ponen exclusivamente la raíz del problema en factores como  la falta de regulación y defensas y  “la suciedad del cauce”. Haciendo caso de estas reinvidicaciones, las diversas administraciones han ido ejecutando o autorizando actuaciones que bajo el pretexto, lógico y loable, de proteger bienes y personas ante episodios de inundación, han supuesto frecuentemente “bien para hoy mal para mañana”, y provocado una importante afección ambiental en los ecosistemas acuáticos y ribereños.

Todo lo anterior contribuye al mantenimiento del discurso decimonónico, ingenieril, duro y  estructural en relación a los ríos, venciendo al discurso técnico y científico, que suele estar ausente en los medios y obviando toda perspectiva  holística.[1] De ahí que tras los episodios de inundaciones, la sociedad demande generalmente actuaciones duras de ingeniería tradicional, por entenderlas más eficientes y rápidas, y la administración casi siempre es favorable a esas demandas. Se exige más protección mediante dragados del cauce, diques y motas y más regulación mediante embalses.

Las soluciones clásicas, obsoletas

La respuesta al riesgo de inundaciones ha sido, invariablemente, la construcción de nuevas grandes infraestructuras y de defensas estructurales (motas, barreras, encauzamientos, etc.). Además de los efectos negativos sobre estos sistemas naturales tan valiosos y que tantos servicios nos aportan, las medidas estructurales inciden en la circulación de los sedimentos por lo que se ven alterados localmente todos los procesos de erosión y sedimentación. Por otro lado, los cúmulos de gravas, además de indispensables para un equilibrio morfodinámico de los cauces, son los lugares en los que las comunidades de plantas colonizadoras se instalan contribuyendo al mantenimiento de la biodiversidad, además de ser importantes zonas para la freza de peces y refugio para otras especies de fauna. Plantas que además, más adelante, pueden contribuir a facilitar la infiltración de las aguas disminuyendo los efectos de las inundaciones.

El dragado del río tiene un efecto perverso al aumentar a corto plazo la capacidad de desagüe del río, cosa que tranquiliza a las poblaciones ribereñas, sin exigir un cambio en la ordenación territorial de los municipios potencialmente afectados. Hay que tener en cuenta las verdaderas afecciones sociales y ambientales de estas prácticas de gestión: La ocupación de las márgenes fluviales se consolida e incluso aumenta, se crea una falsa sensación de seguridad en la protección de bienes humanos y materiales, se destruyen hábitats prioritarios, y se camina en sentido contrario a las exigencias normativas europeas y al consenso científico en lo relacionado con la gestión ambiental y territorial de las zonas inundables.

Se llega, de este modo, a un círculo pernicioso y carísimo, de coste monumental, que queda ilustrado en el gráfico que se presenta a continuación, y que está formado por: inundación con pérdidas cuantiosas - indemnizaciones e inversiones crecientes - mayores obras de protección - nueva sensación de seguridad - reanudación modernizada de actividades (mayores riesgos) - repetición de inundaciones por avenidas “extraordinarias” (Bastida y Jaso 1999).

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Por ello, los dragados y las defensas tradicionales se han convertido en un recurso fácil y popular.   Afortunadamente cada vez hay una mayor demanda ciudadana que exige el buen estado de los ríos y que solicita a los gestores que busquen soluciones sostenibles al problema de las inundaciones. Las Conclusiones del seminario “El problema de las inundaciones: claves, razones y soluciones” organizado por la Fundación Nueva Cultura del agua en Zaragoza, el 20 Febrero de 2003, iban en este sentido.

A raíz de las traumáticas inundaciones del Mississipi y del Rin a principios de los noventa, la tradicional prevención de inundaciones mediante diques de ribera y grandes presas ha girado hacia estrategias basadas en devolver espacios de inundación blanda al río en su cuenca media retirando o haciendo retroceder diques ya construidos, recuperando meandros rectificados y repoblando bosques de ribera. Se trata de estrategias más económicas y eficaces que buscan dispersar la energía de las crecidas, aprendiendo de la naturaleza (Arrojo 2011).

La gestión del espacio fluvial

La cantidad de agua que circula por un río, el caudal, varía en el tiempo y en el espacio. Estas variaciones definen el régimen hidrológico de un río. Las variaciones temporales se dan durante o justo después de los episodios de lluvias o deshielos. Gran parte del agua que cae en la cuenca de  captación circula bajo tierra, o alimenta acuíferos subterráneos y tarda mucho más en alimentar el caudal del río y puede llegar a él días, semanas o meses después de la lluvia que generó la escorrentía. Las escorrentías que van al río son las que incrementan su caudal. En casos extremos se puede producir la crecida cuando el aporte de agua es mayor que la capacidad del río para evacuarla, desbordándose y cubriendo las zonas llanas próximas o llanura de inundación. En este reparto entre el agua de escorrentía (o arroyada) que va directamente al cauce y agua que se infiltra, alimenta los acuíferos y mantiene el caudal en el río en épocas sin precipitaciones depende en gran manera de la integridad geomorfológica de todo el sistema fluvial.

En dinámica natural, los sistemas fluviales cuentan con un espacio propio que ha sido modelado por las crecidas y que está conformado por el cauce, las riberas y la vega o llanura de inundación. Sus dimensiones han sido definidas por los principales eventos de crecida a los que ese río ha asistido. Las llanuras de inundación son zonas amplias y llanas construidas por el río en sus crecidas. Son inundadas con frecuencia y son cubiertas por sedimentos y nutrientes que fertilizan el suelo actúan como embalses naturales, reduciendo la velocidad de la corriente aguas abajo. Almacenan el agua de las crecidas y las lluvias en los acuíferos (zona subterránea). En la imagen, Pradilla de Ebro (Zaragoza), construida en la llanura de inundación del Ebro, inundada en la crecida del Ebro de 2003 (Foro Joven, Crecidas e inundaciones en la cuenca del Ebro).

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Hay  muchos términos que definen este espacio,  pero está tomando cada vez más fuerza la utilización en castellano del término Territorio Fluvial que se estableció de forma consensuada en la Estrategia Nacional de Restauración de Ríos, en la que se proponía, como una de las posibilidades más interesantes de la restauración fluvial, el recuperar este espacio para el río. El Territorio Fluvial sería un espacio de suficiente anchura y continuidad que permitiría conservar o recuperar la dinámica hidrogeomorfológica, obtener un corredor ribereño continuo que garantizaría la diversidad ecológica (Directiva Hábitats, 1992/43/CE), y la función bioclimática del sistema fluvial, cumplir con el buen estado ecológico (Directiva del Agua 2000/60/CE), laminar de forma natural las avenidas (Directiva de Inundaciones 2007/60/CE), resolver problemas de ordenación de áreas inundables, así como mejorar y consolidar el paisaje fluvial. La siguiente imagen ilustra la propuesta de territorio fluvial para el Ebro aguas arriba de Zaragoza (Ollero et al. 2010).

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Según estos autores esta solución es aplicable a cualquier sistema fluvial y a cualquier tipo de curso fluvial, aunque consideran que puede ser de mayor utilidad en sistemas de llanura con notable anchura potencial del corredor ribereño y con problemática de riesgos por erosión e inundaciones. Este concepto está científicamente consolidado como modelo de actuación y es técnicamente viable.  En Francia, Alemania, Holanda, Suiza o Estados Unidos se han desarrollado interesantes experiencias de cara a las medidas para su delimitación que implican un modelo de restauración fluvial que se está revelando como muy  avanzado y eficaz.

Es posible (el río lo viene haciendo desde hace miles de años) y muy conveniente, retomar la capacidad reguladora natural del complejo fluvial favoreciendo que el lecho menor se desborde y anegue la mayor superficie y volumen posibles; sobre todo allí donde los riesgos y los daños sean menores o estén cubiertos; máxime aguas arriba de otros puntos más sensibles, como pueden ser los núcleos habitados situados histórica o legalmente en las franjas próximas a las riberas. No puede haber mejor seguro para una población ribereña, que la asunción de la máxima expansión del desbordamiento de su río en los lugares de aguas arriba señalados a propósito para ello. Es cambiar un fenómeno, la avenida, por otro de menores efectos negativos, el desbordamiento; y situar éste, además, donde mejor controlado puede estar y donde inferiores pueden ser sus secuelas –y máximos sus beneficios de “riego por abajo” y fertilización (Bastida 2007).

El futuro de la gestión de los ríos y sus crecidas: conocimiento, educación,  participación, restauración  y conservación

El futuro de la gestión de las crecidas ha de pasar por restablecer los procesos naturales del sistema fluvial, es decir, devolver a los ríos su función, su territorio y su dinámica. Solo de esta manera podremos reducir  los riesgos que conllevan las inundaciones y convivir con las crecidas como corresponde a una sociedad avanzada e informada de manera congruente. Si queremos garantizar la protección frente a las avenidas, proteger la calidad de las aguas, conservar las comunidades biológicas nativas controlando la invasión de las exóticas, y conseguir la estabilidad del cauce y el mantenimiento de la vegetación de sus riberas, es necesario recuperar mayor espacio para los ríos, mayor naturalidad en su  régimen de caudales y mayor libertad para su movilidad y equilibrio geomorfológico,

Como se refleja en la siguiente imagen, para recuperar las dinámicas hidrogeomorfológicas son necesarios al menos cinco elementos: caudal, sedimentos, crecidas, espacio y tiempo.

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Fuente: Elso et al. 2011

Gracias a la mayor cultura y sensibilidad ambiental de la sociedad, se está empezando a aplicar el postulado   siguiente: “Los conflictos del agua deben resolverse por la vía del acuerdo y la mediación”. Esta mayor conciencia va a propiciar un cambio en las maneras de gestionar los sistemas naturales y aprovechar sus recursos, demandando que sean más respetuosas con su funcionamiento ecológico. En este sentido es fundamental seguir trabajando en todos los aspectos educativos y de comunicación, en la certeza de que solo una sociedad bien informada será la que apoye las tesis de la Nueva Cultura del Agua también en este aspecto de los ríos y el territorio. Las experiencias de participación en temas fluviales en general, y de territorio e inundabilidad en particular, que se han llevado a cabo desde algunas administraciones y los proyectos educativos como el del "Foro Joven. Ríos para Vivirlos"  (Ayuntamiento de Zaragoza/FNCA),  ya están dando sus frutos a este nivel. Las  certezas a nivel científico y técnico van también en este sentido de recuperación de dinámicas, espacios y procesos.

Por todo ello, urge ante todo aplicar el  principio legal vigente de no deterioro adicional de los ríos (incluido en la DMA). Así, la  idea central de la conservación de lo que ha llegado hasta nuestros días  en buen estado, se postula como el mejor y más valioso  proceso de restauración, en sí misma y como balance: mayores beneficios, menores costes de toda índole. El grado de deterioro de gran parte de nuestros ríos y sus vegas obliga sin embargo a llevar a cabo labores de restauración. Dichas labores deben estar basadas en el conocimiento de la ecología fluvial y la interpretación del paisaje, fieles registradores de los procesos de la dinámica ribereña.

Para ello se ha revelado como imprescindible—además de constituir otro de los mandatos de la DMA—la participación del mayor número posible de sectores involucrados o dispuestos a serlo. Porque se trata de implantar nuevos hábitos (o recuperar otros tradicionales, ahora minoritarios), en la seguridad de que el acercamiento placentero a las riberas y al agua hará calar en la mayoría de la población sentimientos de valoración del río, y recuperar una responsabilidad cívica para cuidar entre todos lo que es de todos.



[1] La que observa los fenómenos dentro de su contexto, teniendo en cuenta que todas las propiedades de un fenómeno dado,en este caso las avenidas e  inundaciones, no pueden ser determinadas o explicadas por las partes que los componen por sí. solas. En una perspectiva holística el pensamiento racional pasa a ser relacional, ya que se encuentra respaldado por el resto de formas de percepción del ser humano; la intuición, las  sensaciones, los sentimientos...