En nuestro país ha primado siempre la visión estructuralista del agua: Ante un supuesto problema de abastecimiento de agua surge en despachos oficiales, empresas constructoras y medios de comunicación la idea de una obra hidráulica, generalmente sufragada con el dinero de todos, sin atisbo de las alternativas probadas frente a dicha crisis de oferta ni escrutinio riguroso alguno de su impacto social, ambiental y económico. El famoso “hay que hacer” un pantano, un dragado o un trasvase se pronuncia sin más, confiando en sus potenciales efectos taumatúrgicos, a lo que se añade la apostilla “con esta obra vamos a solucionar para siempre” el supuesto problema en cuestión.

Sin embargo, la realidad es muy diferente y son patentes los efectos que esta vieja política del agua, a la vez que ciega, manirrota e irresponsable, ocasionan en nuestra sociedad. Lo dicho no es de extrañar, pues llevamos más de un siglo de política hidráulica protagonizada por un Estado considerado como mero promotor de obras, que reduce la gestión a un asunto de tecniquerías o cuestiones ingenieriles, cuyos dirigentes y el sector económico que promueve estas obras han ido y van de la mano, paso que aprietan cuando como corresponde a nuestro clima se suceden sin solución de continuidad períodos de sequías y episodios de grandes avenidas: “a río revuelto ganancia de constructores”, dijo con maestría El Roto.

Evidentemente, hay obras que son necesarias para asegurar las condiciones mínimas de higiene y bienestar, pero en la gran mayoría de los casos brilla por su ausencia la racionalidad económica, ambiental y jurídica en su diseño originario y en su explotación. Ciñéndonos a una cuenca concreta, la de Guadalquivir, la capacidad de embalse casi se ha doblado en el último decenio, pero el supuesto déficit de agua también ha experimentado un aumento considerable, especialmente porque se ha doblado también su superficie de regadío, generalmente olivar y viñedo: cultivos de secano. Otra consecuencia del caos de las obras hidráulicas es la bendición administrativa que otorgan a las múltiples captaciones clandestinas o construcciones en zonas inundables o de Dominio Público Hidráulico, que terminan siendo legalizadas y afianzadas con obras hidráulicas como las que aportan aguas superficiales a los acuíferos agotados por miles de pozos ilegales, las escolleras que dan cierta sensación, falsa, de seguridad en llanuras de inundación o las depuradoras de múltiples localidades que se abandonan tras su inauguración. Otras veces la racionalidad oculta es otra, pues se trata de promover la obra por la obra, con las consiguientes contratas, o conseguir un aprovechamiento hidroeléctrico privado con el argumento de levantar un pantano de abastecimiento o regadío promovido porla Administración, lo cual no originaría tanto rechazo social.

En un país donde tenemos el récord mundial de presas por kilómetro cuadrado y habitante, hay que preguntarse en serio si son necesarias más obras hidráulicas o si, por el contrario sobran algunas y si las realmente necesarias se gestionan bien, pues se trata de que es mejor muchas veces aplicar verdaderos programas de gestión, con vistas al cumplimiento dela Directiva Marco del Agua, antes que dedicarse de lleno a una vuelta de tuerca más en una vorágine sin fin de inauguraciones de proyectos que maximizan supuestos beneficios, reducen o eliminan costes, pero que terminan multiplicando varias veces su presupuesto inicial. Con razón se ha dicho de modo muy ilustrativo que “sobran presas y faltan ríos vivos”, lema que sirve de dique ante la petición recurrente de represas para los últimos ríos con vida que nos restan simplemente porque “no están regulados”, aunque no sepamos muy bien y con detalle con qué fin y cómo se van a pagar estas obras.

La normativa vigente ampara la vieja política estructuralista del agua, basada en la inopinada creencia de la imprescindible corrección de las características de la equivocada Naturaleza y siempre con vistas a aumentar la oferta, como nos indica el Texto Refundido de la Leyde Aguas[1]. Aun así, el mito de la obra hidráulica como redentora de penurias perdura en nuestra mentalidad colectiva, de ahí que muchas de ellas reciban la anhelada etiqueta que le haga lucir la expresión de “obra de interés general”[2], con ejemplos tan notorios como Riaño e Itoiz. Gracias al interés general se han conseguido muchos beneficios privados y particularísimos, empleando a su vez la poderosa herramienta de la expropiación forzosa, capaz de arrumbar a una esquina el derecho de propiedad y las garantías mínimas de los afectados, sobre todo si se emplea de modo acostumbrado y ordinario la vía extraordinaria para acelerar estos proyectos. En cualquier caso, las garantías sustantivas y procedimentales se consideran por los protagonistas de la vieja cultura del agua como meros trámites que suponen un fatigoso contratiempo, dignos de evitarse a toda costa a la menor oportunidad, sobre todo cuando surge entre la sociedad civil algún atisbo de contestación o de crítica a estas obras; es más, cuando tras un largo penoso esfuerzo se consigue la obvia declaración de nulidad del proyecto, la vía más rápida para continuar con esta inercia es simplemente la inejecución de la sentencia firme y el acelerar las obras ante el riesgo de que los tribunales apliquen las imprescindibles medidas cautelares, sin las cuales no hay Justicia. De todos modos, siempre se puede aprobar una Ley de caso único que legalice a posteriori lo declarado ilegalmente, anulando de paso el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y el carácter general de las Leyes, como nos enseña el caso del trasvase del Castril.

Para terminar, la huida hacia delante de la tradicional política de aguas cuenta con una marcada vocación o incluso propaganda de solución ante peticiones cuyo origen puede remontarse a una España de la cual no queda atisbo hoy en día, cuando en realidad no se estima el carácter mutable de la sociedad, del mercado agrario y de la normativa, lo que trae como consecuencia el fracaso estrepitoso de dicha política y el origen de innumerables conflictos abonados por la añeja falta de transparencia y participación pública. Por el contrario, creemos que las obras hidráulicas y el gran esfuerzo económico que suponen deberían orientarse sin dilación al ahorro estructural, la gestión de la demanda, la recuperación del Dominio Público Hidráulico y el mínimo territorio fluvial, así como a la restauración de ríos y humedales, sin olvidar el principio de recuperación íntegra de costes como motor e eficiencia y equidad.


[1] Art. 122 del TRLA: “Se entiende por obra hidráulica la construcción de bienes que tengan naturaleza inmueble destinada a la captación, extracción, desalación, almacenamiento, regulación, conducción, control y aprovechamiento de las aguas, así como el saneamiento, depuración, tratamiento y reutilización de las aprovechadas y las que tengan como objeto la recarga artificial de acuíferos, la actuación sobre cauces, corrección del régimen de corrientes y la protección frente avenidas, tales como presas, embalses, canales de acequias, azudes, conducciones, y depósitos de abastecimiento a poblaciones, instalaciones de desalación, captación y bombeo, alcantarillado, colectores de aguas pluviales y residuales, instalaciones de saneamiento, depuración y tratamiento, estaciones de aforo, piezómetros, redes de control de calidad, diques y obras de encauzamiento y defensa contra avenidas, así como aquellas actuaciones necesarias para la protección del dominio público hidráulico”.

[2] Art. 46 del TRLA.